El susurro de la última noche: Mi vida junto a Carmen

—¿Por qué tienes que ser tú la que se quede conmigo? —me preguntó Carmen con esa voz áspera que siempre me hacía sentir pequeña, incluso ahora, postrada en la cama, con la piel tan fina como el papel y los ojos llenos de un orgullo que ni la enfermedad pudo doblegar.

No supe qué responderle. Mi marido, Luis, estaba en el trabajo, como casi siempre desde que su madre cayó enferma. Mi cuñada, Teresa, había encontrado la excusa perfecta para no venir: los niños, el colegio, el tráfico de Madrid. Así que allí estaba yo, en el piso de Chamberí que olía a medicamentos y sopa fría, intentando no perder la paciencia mientras le cambiaba las sábanas a una mujer que nunca me aceptó del todo.

Recuerdo la primera vez que la conocí. Fue en una comida familiar en Toledo. Carmen me miró de arriba abajo y, sin disimulo, le dijo a Luis: “¿No podías haber encontrado una chica más… tradicional?” Yo tenía veintisiete años y un trabajo en una editorial pequeña; ella quería una nuera que supiera hacer croquetas y rezar el rosario. Desde entonces, cada encuentro era una batalla sorda: comentarios hirientes sobre mi ropa, mis ideas, incluso sobre cómo criaba a mi hija Lucía.

Pero todo cambió el día que Carmen se cayó en la cocina y se rompió la cadera. El hospital, las operaciones, la rehabilitación… Luis y Teresa se miraron y luego me miraron a mí. “Tú trabajas desde casa”, dijeron. “Tú puedes estar pendiente.”

Las primeras semanas fueron un infierno. Carmen gritaba por cualquier cosa: porque el agua estaba demasiado fría, porque no encontraba sus gafas, porque yo no era su hija. Una tarde, mientras le daba de comer puré de calabacín, me lanzó el plato al suelo.

—¡No quiero tu comida! —gritó—. ¡Quiero a mi Teresa!

Me temblaron las manos de rabia y vergüenza. Llamé a Luis llorando. Él suspiró al otro lado del teléfono:

—Aguanta un poco más, por favor. No sé qué haríamos sin ti.

Pero yo sí lo sabía: harían lo mismo que siempre, dejarme sola con el problema.

Las noches eran peores. Carmen lloraba en silencio pensando que yo dormía. A veces murmuraba el nombre de su marido muerto o rezaba oraciones entrecortadas. Una madrugada me acerqué a su habitación y la encontré mirando una foto antigua.

—¿Por qué me odias tanto? —le pregunté en voz baja.

Ella no respondió. Solo apretó la foto contra el pecho y cerró los ojos.

Con el paso de los meses, algo empezó a cambiar. Carmen ya no tenía fuerzas para pelear. Yo aprendí a anticipar sus necesidades: le ponía música de copla por las mañanas, le leía cartas antiguas por las tardes. A veces me contaba historias de su infancia en Salamanca, de cuando bailaba jotas en las fiestas del pueblo.

Una tarde de otoño, mientras llovía sobre los tejados de Madrid, Carmen me tomó la mano.

—No eres como yo quería —susurró—. Pero eres mejor de lo que merezco.

Lloré en silencio mientras ella dormía. Por primera vez sentí compasión por esa mujer dura y asustada.

Pero la enfermedad avanzaba rápido. Luis venía cada vez menos; Teresa solo llamaba para preguntar si todo seguía igual. Lucía empezó a tener pesadillas y a preguntarme por qué la abuela nunca sonreía.

Una noche, Carmen tuvo fiebre alta y deliró durante horas. Llamé a urgencias; vinieron dos enfermeros jóvenes que apenas me miraron mientras revisaban sus constantes vitales.

—No hay mucho más que hacer —dijo uno de ellos—. Prepárate para lo peor.

Esa noche me senté junto a su cama y le hablé como nunca antes:

—Carmen, sé que no soy tu hija ni tu amiga. Pero estoy aquí porque te quiero, aunque sea solo porque eres la madre del hombre al que amo.

Ella abrió los ojos y me miró largo rato.

—Gracias —susurró.

Murió dos días después, en silencio, mientras yo le sujetaba la mano.

El funeral fue frío y breve. Teresa lloró mucho y luego desapareció durante semanas. Luis se encerró en sí mismo; nuestra relación se volvió distante, casi mecánica. Lucía dejó de preguntar por su abuela.

Hoy han pasado tres años desde aquella última noche. Ya no siento rencor hacia Carmen ni hacia mi familia política. Pero algo se rompió dentro de mí: la confianza, la alegría sencilla de los domingos en familia.

A veces me pregunto si hice lo correcto o si simplemente fui la única que no supo decir «basta».

¿Hasta dónde llega el deber cuando nadie más quiere cargar con él? ¿Cuántos silencios puede soportar un corazón antes de dejar de sentir?