El último abrazo de Lucía
—¡Papá, corre! ¡Que se nos escapa el tren!— gritó Lucía, tirando de mi mano con esa energía suya que parecía inagotable. Era una tarde de domingo cualquiera, o eso creía yo. El sol caía sobre los campos de trigo cerca de Toledo y el aire olía a verano y a promesas. No imaginaba que ese sería el último día que vería a mi hija reír.
Todo ocurrió en un instante. Un coche, un frenazo, un grito ahogado. Recuerdo el chirrido de los neumáticos y cómo Lucía soltó mi mano. El tiempo se detuvo. Cuando abrí los ojos, ella ya no estaba. Solo quedaba su lazo rosa en el asfalto y el eco de mi nombre en sus labios.
Los días siguientes fueron un borrón de caras compungidas, abrazos incómodos y silencios insoportables. Mi mujer, Carmen, apenas hablaba. Mi hijo mayor, Sergio, se encerró en su cuarto y yo… yo solo podía mirar la puerta esperando que Lucía entrara corriendo, como siempre hacía después del colegio.
Pero lo peor fue la rabia. La rabia contra ese chico, Álvaro, que conducía el coche. Tenía diecinueve años, acababa de sacarse el carné y venía de una fiesta. No iba borracho, dijeron los guardias civiles, pero sí distraído. Su vida también quedó destrozada aquel día, pero yo no podía verlo así. Solo veía al asesino de mi hija.
La familia de Álvaro intentó ponerse en contacto con nosotros varias veces. Su madre vino a casa con los ojos hinchados de llorar, pero Carmen no quiso abrirle la puerta. Yo tampoco. ¿Qué podían decirnos? ¿Que lo sentían? ¿Que fue un accidente? Nada me devolvería a Lucía.
Pasaron los meses y la casa se llenó de ausencias. Carmen y yo apenas nos mirábamos. Sergio dejó los estudios y empezó a salir hasta tarde con amigos que no conocíamos. Yo me refugié en el trabajo y en largas caminatas por las calles vacías del barrio. Cada vez que veía una niña con coletas sentía una punzada en el pecho.
Una noche, mientras recogía las cosas de Lucía —sus cuentos, sus muñecas, su diario— encontré una carta dirigida a mí: “Papá, cuando estés triste, piensa en las cosas bonitas que hemos hecho juntos”. Lloré como un niño hasta quedarme dormido en su cama.
Fue entonces cuando empecé a soñar con Álvaro. En mis sueños, él me pedía perdón una y otra vez, pero yo no podía hablarle. Me despertaba sudando, con el corazón desbocado y una pregunta martilleando mi cabeza: ¿de qué sirve tanto odio?
Un día recibí una carta del propio Álvaro. No la abrí al principio; la dejé sobre la mesa varios días hasta que Carmen la encontró y me obligó a leerla:
“Señor Martín,
No espero que me perdone nunca. Solo quiero decirle que lo siento de verdad. No hay noche que no sueñe con Lucía ni día en que no desee haber sido yo quien cruzara esa calle. Sé que he destrozado su familia y la mía también está rota. Si pudiera cambiarme por ella lo haría sin dudarlo.
Álvaro”.
La carta me golpeó como un puñetazo en el estómago. Por primera vez vi al chico detrás del volante: asustado, roto, tan perdido como yo. Recordé a mi propio hijo Sergio y pensé en lo fácil que es arruinar una vida por un segundo de distracción.
Esa noche le propuse a Carmen ir juntos al cementerio. Llevamos flores y nos sentamos junto a la tumba de Lucía bajo la luna llena. Le conté lo de la carta y le pregunté si alguna vez podría perdonar a Álvaro.
—No lo sé —me dijo—. Pero si seguimos odiando, Lucía nunca descansará.
Al día siguiente llamé a la madre de Álvaro y le pedí vernos en la iglesia del barrio. Cuando llegué, Álvaro estaba allí, temblando como un niño pequeño. No supe qué decirle al principio; solo lo miré a los ojos y vi el mismo dolor que me consumía por dentro.
—No sé si algún día podré perdonarte del todo —le dije—, pero quiero intentarlo. Por Lucía… y por todos nosotros.
Álvaro rompió a llorar y se arrodilló ante mí. Su madre nos abrazó a los dos y por primera vez sentí que podía respirar sin ese peso insoportable en el pecho.
A partir de ese día las cosas empezaron a cambiar poco a poco en casa. Carmen volvió a sonreír tímidamente y Sergio retomó sus estudios. Yo seguí visitando la tumba de Lucía cada semana, pero ya no iba solo: Álvaro venía conmigo algunas veces y juntos plantamos flores nuevas cada primavera.
La gente del pueblo murmuraba al principio: “¿Cómo puede perdonarle?”, decían en la panadería o en la plaza mayor. Pero otros se acercaban para darme las gracias por dar ejemplo o simplemente para abrazarme en silencio.
Hoy sé que el perdón no borra el dolor ni devuelve lo perdido, pero sí nos permite seguir adelante sin convertirnos en prisioneros del odio. Lucía vive en cada gesto de bondad que intento sembrar desde entonces.
A veces me pregunto si todos seríamos capaces de perdonar algo así o si preferimos quedarnos atrapados en el rencor para siempre.
¿Y tú? ¿Serías capaz de mirar a los ojos al responsable de tu mayor dolor y tenderle la mano? ¿O preferirías vivir con esa herida abierta para siempre?