El Último Acuerdo de Mamá

—Zulema, ¿me puedes traer agua?— La voz de mi madre era apenas un susurro, como si cada palabra le costara un pedazo de vida. Corrí desde la cocina con el vaso temblando en mis manos. El reloj marcaba las tres de la mañana y afuera los perros ladraban a lo lejos, como si también sintieran que algo se estaba acabando en nuestra casa.

Mi madre, Lucía, llevaba meses luchando contra un cáncer que no perdonaba. La quimioterapia la había dejado sin fuerzas, sin cabello, sin ganas de seguir. Yo tenía diecisiete años y sentía que me estaba ahogando en una tormenta de responsabilidades y miedo. Mi papá, Ernesto, apenas hablaba; se refugiaba en el taller mecánico que teníamos abajo del departamento, arreglando motores viejos para no enfrentar la realidad.

—¿Por qué no me dejan ir?— murmuró mamá una noche, cuando creía que dormía. Me quedé helada. ¿Cómo podía querer irse? ¿No éramos suficiente razón para luchar?

Pero la verdad era que ya no luchaba. Solo sobrevivía entre calmantes y sueños rotos. Mi tía Rosa venía todos los días a ayudarnos, pero su presencia solo traía más tensión. Discutía con papá sobre los gastos médicos, sobre si debíamos vender el coche o pedirle dinero a la abuela en Veracruz.

—¡No podemos seguir así!— gritó Rosa una tarde, mientras yo lavaba los platos y fingía no escuchar.— Lucía necesita cuidados que aquí no le podemos dar.

Papá apretó los puños.— No voy a dejar que muera sola en un hospital.

Las palabras flotaron en el aire como una sentencia. Yo solo quería que todo terminara: el dolor de mamá, las peleas, el miedo constante a despertarme y encontrarla fría entre las sábanas.

Una noche, mientras le cambiaba el suero, mamá me tomó la mano con una fuerza inesperada.

—Zulema… prométeme que cuando ya no pueda más, no vas a dejar que me sigan haciendo esto. No quiero más agujas ni pastillas. Solo quiero dormir…

Me quedé muda. ¿Cómo podía prometerle eso? ¿Cómo podía siquiera pensarlo?

Los días pasaban lentos y pesados. Los vecinos traían comida, algunos rezaban con nosotros. En la escuela, mis amigas me miraban con lástima y evitaban hablar del tema. Yo sentía rabia: ¿por qué nadie entendía lo que era ver a tu madre apagarse poco a poco?

Un día llegó el doctor Ramírez, el médico de cabecera. Se sentó junto a mamá y le habló con una dulzura que me rompió el corazón.

—Lucía, hay algo llamado cuidados paliativos. No es para curar, sino para que no sufras más…

Mamá asintió con lágrimas en los ojos. Papá salió del cuarto sin decir palabra. Yo me quedé ahí, sintiendo que algo definitivo acababa de pasar.

Esa noche escuché a mis padres discutir en voz baja:

—No quiero que me conecten a nada más— decía mamá.— Quiero irme en paz.

—¿Y Zulema? ¿Y yo?— respondió papá con la voz quebrada.— ¿No piensas en nosotros?

—Ya no puedo más, Ernesto…

Me tapé los oídos con la almohada y lloré hasta quedarme dormida.

Al día siguiente, mamá pidió ver a toda la familia. Vinieron mis abuelos desde Veracruz, mis primos y hasta mi hermano mayor, Julián, que llevaba años peleado con papá. Nos sentamos todos en la sala pequeña y mamá habló con una serenidad que nunca le había visto:

—Quiero despedirme de ustedes mientras todavía puedo hablarles. No quiero más hospitales ni tratamientos. Solo quiero estar aquí, con ustedes…

Hubo lágrimas, gritos y reproches. Julián acusó a papá de rendirse muy pronto; mi abuela rezó en voz alta pidiendo un milagro; mi tía Rosa insistió en llevarla a Estados Unidos para un tratamiento experimental.

Pero mamá ya había decidido. Y yo entendí que lo más valiente era respetar su voluntad.

Las semanas siguientes fueron una mezcla de dolor y ternura. Aprendí a cambiarle las sábanas sin hacerle daño, a preparar su sopa favorita aunque apenas probara una cucharada. Le leía poemas de Sor Juana mientras ella cerraba los ojos y sonreía débilmente.

Una tarde, mientras llovía fuerte sobre la ciudad y el olor a tierra mojada llenaba el cuarto, mamá me pidió que me acercara:

—Zulema… gracias por ser mi fuerza cuando yo ya no tenía ninguna…

Le besé la frente y sentí que algo se rompía dentro de mí.

La última noche fue tranquila. Mamá respiraba despacio, como si cada aliento fuera una despedida. Papá y yo nos turnamos para estar a su lado. Cuando el sol empezó a asomarse entre los edificios grises de la colonia Doctores, mamá se fue en silencio.

El vacío fue inmenso. Los días siguientes pasaron entre trámites, flores marchitas y visitas interminables. Pero también hubo alivio: mamá ya no sufría.

A veces me pregunto si hicimos lo correcto al dejarla ir así. Si fuimos egoístas o valientes al respetar su deseo de morir en casa, rodeada de nosotros y no de máquinas.

¿Ustedes qué harían si alguien a quien aman les pide dejarlo ir? ¿Es justo aferrarse al dolor o hay que aprender a soltar?