Entre dos abuelas y un sueño: ¿Quién decide la felicidad de mi hija?
—¡Pero Lucía necesita una muñeca de comunión, Carmen! ¡Es lo que todas las niñas tienen!—gritó mi madre, Pilar, mientras sostenía la caja envuelta en papel dorado.
—Mamá, Lucía no quiere muñecas. Lo hemos hablado mil veces. Ella quiere un set de acuarelas—respondí, intentando mantener la calma, aunque sentía el corazón en la garganta.
Mercedes, mi suegra, intervino con su tono siempre condescendiente:
—En mi casa, los Reyes Magos traían siempre libros de cuentos clásicos. Nada de esas modernidades. Así aprendimos a ser personas de provecho.
Lucía, sentada en el sofá, abrazaba su cuaderno de dibujo como si fuera un escudo. Tenía nueve años y una mirada que mezclaba ilusión y resignación. Yo la miré, buscando fuerzas para enfrentarme una vez más a las dos mujeres que marcaban el ritmo de nuestra familia.
No sé cuándo empezó esta guerra silenciosa. Quizá cuando Lucía nació y ambas abuelas sintieron que debían moldearla a su imagen y semejanza. Pilar, con su obsesión por las tradiciones manchegas, los vestidos almidonados y las fiestas religiosas. Mercedes, con su culto a la lectura, la disciplina y el deber. Y yo, en medio, intentando que mi hija pudiera ser simplemente ella misma.
Recuerdo la primera vez que Lucía pidió algo diferente. Fue en su sexto cumpleaños. En vez de la típica muñeca regional o el libro de fábulas, pidió unas zapatillas para patinar. Pilar puso el grito en el cielo:
—¡Eso es para niños! ¡Una niña debe comportarse como tal!
Mercedes frunció el ceño:
—¿Y cuándo va a leer? ¿No ves que así solo aprende a perder el tiempo?
Esa tarde lloré en la cocina mientras Lucía patinaba por el pasillo, ajena al huracán que se desataba a su alrededor.
Con los años, los regalos se convirtieron en símbolos de una batalla mayor: ¿quién tenía derecho a decidir qué era lo mejor para Lucía? Yo intentaba mediar, pero siempre acababa cediendo ante los chantajes emocionales de una o de otra. «Si no le das esto, no volveré a venir», decía Pilar. «Si sigues así, Lucía será una ignorante», sentenciaba Mercedes.
Mi marido, Álvaro, intentaba mantenerse al margen. «Son cosas de mujeres», decía. Pero yo sentía que cada discusión me desgastaba un poco más. Empecé a temer las visitas familiares. Lucía también lo notaba; se volvía más callada, más prudente.
Un día, después de otra comida tensa en casa, encontré a Lucía llorando en su habitación.
—¿Por qué no puedo elegir yo mis regalos?—me preguntó con voz temblorosa.
No supe qué responderle. Me sentí una cobarde.
Esa noche decidí que algo tenía que cambiar. Hablé con Álvaro y le pedí que me apoyara. Al principio dudó, pero al ver la tristeza de Lucía accedió a hablar con su madre.
La siguiente vez que vinieron las abuelas fue el cumpleaños de Lucía. Pilar llegó con un vestido blanco bordado; Mercedes, con una edición antigua de «Don Quijote». Yo había comprado el set de acuarelas que Lucía tanto deseaba.
Cuando llegó el momento de los regalos, Lucía abrió primero el vestido. Sonrió tímidamente y murmuró un «gracias». Luego abrió el libro y repitió el gesto. Finalmente, cuando abrió las acuarelas, sus ojos brillaron como nunca antes.
—¡Gracias, mamá!—me abrazó fuerte.
Pilar bufó:
—Eso no es un regalo serio.
Mercedes añadió:
—No entiendo por qué fomentas esas tonterías.
Pero esta vez no me callé.
—Lucía tiene derecho a ser feliz a su manera. No podemos imponerle nuestros sueños ni nuestras frustraciones. Si queréis formar parte de su vida, tenéis que aprender a escucharla.
El silencio fue sepulcral. Pilar se levantó y fue a la cocina; Mercedes se quedó mirando por la ventana.
Esa tarde fue distinta. Lucía pintó durante horas mientras yo la observaba desde la puerta. Por primera vez sentí que había hecho lo correcto.
Las visitas familiares siguen siendo complicadas. Pilar y Mercedes han aprendido a contenerse un poco más, aunque todavía lanzan indirectas y miradas reprobatorias. Pero Lucía sonríe más y se atreve a pedir lo que realmente quiere.
A veces me pregunto si algún día lograremos encontrar un equilibrio entre tradición y felicidad personal. ¿De verdad es tan difícil escuchar a los niños? ¿Por qué nos cuesta tanto soltar el control y dejarles ser quienes son?
Quizá no tenga todas las respuestas, pero sé que hoy Lucía es un poco más libre gracias a mi decisión. Y yo también.