Entre el amor y el miedo: la decisión de Lucía

—¿Estás segura de lo que dices, Lucía? —La voz de Marcos temblaba, pero no era de emoción. Era miedo. O peor aún, rechazo.

Apreté el test de embarazo en la mano, sentada en el borde de la cama de nuestro pequeño piso en Vallecas. El sol de la tarde se colaba por la ventana, pero yo solo sentía frío. —Estoy embarazada, Marcos. No hay duda. Lo he comprobado tres veces.

Él se pasó la mano por el pelo, nervioso. —No es el momento… No sé si quiero esto. No sé si quiero casarme ahora.

Sentí cómo se me rompía algo dentro. Llevábamos tres años juntos, compartiendo sueños y facturas, hablando de futuro en voz baja para no asustarnos. Pero ahora que el futuro llamaba a la puerta, él quería esconderse.

—¿Y qué quieres hacer entonces? —pregunté, con la voz rota.

—No lo sé… Hablaré con mi madre. Ella siempre sabe qué hacer.

Y así empezó mi pesadilla. Al día siguiente, su madre, Carmen, apareció en casa con su perfume fuerte y su mirada crítica. Me miró de arriba abajo antes de sentarse en el sofá.

—Lucía, cariño, sois jóvenes. Un hijo es una responsabilidad enorme. ¿Estás segura de que quieres seguir adelante? —dijo, como si yo fuera una niña caprichosa.

—No es solo mi decisión —contesté, buscando a Marcos con la mirada. Él bajó los ojos.

—Marcos no está preparado para ser padre —sentenció Carmen—. Y menos para casarse ahora. No le presiones.

Sentí rabia y soledad al mismo tiempo. Mi familia está en Salamanca y apenas tengo amigos en Madrid. ¿A quién podía recurrir? Llamé a mi madre esa noche, llorando como una niña perdida.

—Lucía, hija, pase lo que pase, te apoyaremos —me dijo ella—. Pero tienes que decidir tú. Nadie puede hacerlo por ti.

Pasaron los días y Marcos se fue distanciando. Llegaba tarde a casa, evitaba mirarme a los ojos y cuando hablábamos del bebé, cambiaba de tema o se encerraba en el baño. Una noche no volvió a dormir y supe que había ido a casa de su madre.

Me sentí invisible. Empecé a notar las miradas en el trabajo cuando vomitaba por las mañanas o me quedaba absorta mirando la pantalla del ordenador. Mi jefa, Teresa, me llamó a su despacho.

—Lucía, sé que no es fácil —me dijo con voz suave—. Si necesitas tiempo o ayuda, dímelo. Aquí no estamos para juzgarte.

Agradecí su apoyo, pero me sentía cada vez más sola. Una tarde, mientras paseaba por el Retiro intentando aclarar mis ideas, vi a una pareja joven jugando con su hijo pequeño. El niño reía a carcajadas mientras sus padres lo lanzaban al aire y lo abrazaban fuerte al caer. Sentí una punzada de envidia y miedo: ¿Podría yo darle eso a mi hijo sola?

Esa noche, Marcos volvió a casa después de varios días fuera. Olía a colonia barata y a tabaco.

—He estado pensando —dijo sin mirarme—. No puedo casarme contigo ahora. No estoy preparado para ser padre. Mi madre dice que lo mejor es que cada uno siga su camino…

Me quedé en silencio unos segundos que parecieron siglos. —¿Y el bebé? ¿No te importa?

—Claro que me importa… pero no puedo hacer esto —repitió como un mantra.

Me levanté despacio y fui al dormitorio. Cerré la puerta y lloré hasta quedarme sin lágrimas.

Los días siguientes fueron una sucesión de visitas al médico, papeleo y llamadas de mi madre preguntando cómo estaba. Decidí seguir adelante con el embarazo. No podía renunciar a esa vida dentro de mí solo porque Marcos tuviera miedo.

Mi madre vino desde Salamanca para acompañarme a la primera ecografía importante. Cuando vi el corazón latiendo en la pantalla, sentí una fuerza nueva dentro de mí. Mi madre me apretó la mano y sonrió entre lágrimas.

—Ese es tu hijo, Lucía. Pase lo que pase, ya nunca estarás sola.

Pero la soledad seguía acechando cuando volvía al piso vacío. Los vecinos cuchicheaban al verme sola y embarazada; algunos me miraban con lástima, otros con desaprobación. En el supermercado del barrio, la cajera mayor murmuró: —Otra chica sola… Qué pena.

Empecé a buscar apoyo en foros de madres solteras españolas y encontré historias parecidas a la mía: mujeres abandonadas por sus parejas, familias divididas por prejuicios o miedo al qué dirán. Me di cuenta de que no era la única ni la primera en pasar por esto.

Un día recibí un mensaje de Marcos: “Lo siento”. Nada más. Ni una llamada, ni una visita al hospital cuando nació nuestro hijo, Pablo.

El parto fue duro y largo; mi madre estuvo conmigo todo el tiempo. Cuando por fin tuve a Pablo en brazos sentí un amor tan grande que todo el dolor desapareció por un instante.

Ahora han pasado seis meses desde entonces. Pablo duerme en su cuna mientras escribo esto en la mesa del salón. A veces me pregunto si hice bien en seguir adelante sola; otras veces miro a mi hijo y sé que no podría haber hecho otra cosa.

¿De verdad es tan difícil para algunos hombres asumir sus responsabilidades? ¿Por qué todavía pesa tanto el qué dirán en nuestra sociedad? ¿Qué haríais vosotras si estuvierais en mi lugar?