Entre el amor y el rencor: la boda que dividió a mi familia
—¿Así que vas a invitarle? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, como si cada azulejo absorbiera su rabia y la devolviera multiplicada—. ¿Después de todo lo que nos hizo?
Me quedé quieta, con las manos temblando sobre la encimera. El olor a café recién hecho no podía tapar el amargor que sentía en la garganta. Miré a mi madre, Rosario, con sus ojos oscuros llenos de lágrimas contenidas. No era la primera vez que discutíamos por mi padre, pero sí la primera vez que sentía que podía perderla para siempre.
—Mamá, es mi boda. Es mi padre. No puedo hacer como si no existiera —le respondí, intentando mantener la voz firme.
Ella se giró hacia la ventana, como si buscara en el cielo de Madrid una respuesta que yo no podía darle.
Mi historia con mi padre, Antonio, nunca fue sencilla. Cuando le conté que estaba embarazada de mi novio, Sergio, apenas tenía veintidós años y una carrera a medias. Recuerdo su mirada fría, el silencio que llenó el salón de nuestro piso en Vallecas.
—¿Y ahora qué? —me preguntó él, sin una pizca de ternura—. ¿Vas a dejarlo todo por ese crío?
Sentí que me encogía. Mi padre siempre había sido un hombre duro, de los que creen que el cariño se demuestra con pan en la mesa y poco más. Pero aquel día fue diferente. Aquel día sentí que me despojaba de algo más que su apoyo: me quitaba el derecho a decidir sobre mi propia vida.
—No voy a darte ni un euro más —me soltó—. Si quieres ser madre, búscate la vida.
Mi madre intentó mediar, pero él ya había cerrado la puerta de su corazón. Durante meses apenas nos vimos. Yo trabajaba por las mañanas en una panadería y por las tardes estudiaba lo que podía. Sergio me ayudaba, pero también era joven y tenía miedo.
A pesar de todo, cuando nació mi hija Paula, mi padre apareció en el hospital con un ramo de flores marchitas y una mirada perdida. No dijo nada, solo me miró y acarició la cabeza de la niña. Fue un gesto pequeño, pero para mí significó mucho.
Los años pasaron y la relación con Antonio fue como un hilo fino: a veces parecía romperse, otras veces se tensaba pero nunca desaparecía del todo. Mi madre nunca le perdonó lo que nos hizo pasar. Yo tampoco lo olvidé, pero aprendí a vivir con ello.
Ahora, con treinta años y a punto de casarme con Sergio —el mismo chico al que mi padre despreciaba—, tenía claro que quería que ambos estuvieran presentes. Pero para mi madre eso era una traición imperdonable.
—¿No te das cuenta de lo que me pides? —me dijo Rosario una tarde, mientras planchaba mi vestido de novia—. Ese hombre me dejó sola cuando más le necesitaba. Nos dejó sin nada.
Me senté a su lado y le cogí la mano.
—Mamá, tú eres mi ejemplo. Pero también necesito cerrar heridas. No quiero que Paula crezca pensando que hay que odiar para sobrevivir.
Ella apartó la mirada y suspiró.
—A veces pienso que te pareces demasiado a él —murmuró.
La semana antes de la boda fue un infierno. Mi tía Carmen llamó para decirme que si invitaba a Antonio ella no vendría. Mi hermano Luis me escribió un mensaje frío: “Haz lo que quieras, pero luego no llores”. Sergio intentaba animarme, pero yo sentía el peso de toda una vida sobre los hombros.
El día de la boda amaneció gris. Mientras me maquillaban en casa de mi madre, ella apenas me habló. Cuando llegó el coche para llevarnos a la iglesia de San Cayetano, Rosario se quedó en el portal unos segundos, mirando al suelo.
—Si entra ese hombre antes que yo… —dijo sin terminar la frase.
En la iglesia, Antonio estaba sentado en uno de los bancos del fondo. Llevaba un traje viejo y los zapatos gastados. Cuando me vio entrar del brazo de mi madre, bajó la mirada. Sentí un nudo en el estómago.
Durante la ceremonia, noté las miradas cruzadas entre los invitados. Algunos murmuraban; otros evitaban mirar hacia donde estaba mi padre. Cuando llegó el momento del brindis, me acerqué a él.
—Gracias por venir —le dije en voz baja.
Él asintió y me apretó la mano con fuerza.
—Eres valiente, Lucía —susurró—. Más valiente que yo nunca fui.
Mi madre nos observaba desde lejos, con los labios apretados y los ojos húmedos. Al final del banquete, se acercó a mí y me abrazó fuerte.
—No sé si podré perdonarte esto —me dijo al oído—. Pero eres mi hija y te quiero.
Esa noche lloré como hacía años no lo hacía. No por tristeza, sino por todo lo que había perdido y ganado al mismo tiempo.
Hoy sigo preguntándome si hice lo correcto. ¿Se puede construir una familia sobre las ruinas del pasado? ¿O estamos condenados a repetir los mismos errores generación tras generación?
¿Vosotros qué haríais? ¿Perdonaríais o seguiríais adelante sin mirar atrás?