Entre el amor y el sacrificio: Confesiones de una madre jubilada
—Mamá, ¿puedes recoger a Martina del colegio? Tengo una reunión urgente—. La voz de Lucía resonó desde el pasillo, mientras yo intentaba terminar mi café en la cocina. Era la tercera vez esa semana. Me quedé mirando la taza, sintiendo cómo el calor se disipaba entre mis manos arrugadas.
Nunca imaginé que la jubilación sería así. Cuando Lucía volvió a casa tras su divorcio, con Martina de la mano y los ojos hinchados de llorar, sentí que era mi deber como madre abrirle las puertas. «Solo será un tiempo, mamá, hasta que me recupere», me prometió. Y yo, Carmen, siempre tan dispuesta, le creí.
Al principio, todo era comprensible: Lucía estaba destrozada, Martina necesitaba estabilidad. Yo cocinaba sus platos favoritos, les preparaba la merienda, ayudaba con los deberes de la niña. Pero los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses. Pronto, mi casa dejó de ser mía; era el refugio de Lucía y Martina, y yo me convertí en un mueble más.
—¿Has visto mis llaves?— gritó Lucía una mañana.
—Están en la entrada, donde siempre— respondí, conteniendo el suspiro.
Las pequeñas cosas empezaron a pesar: la ropa sucia amontonada en el baño, los platos sin fregar porque «llego tarde», las noches en vela esperando a que Lucía regresara del trabajo o de alguna cita. Y yo allí, siempre disponible, siempre lista para cuidar de Martina, para preparar la cena, para escuchar los lamentos de mi hija.
Un día, mientras recogía los juguetes esparcidos por el salón, escuché a Lucía hablando por teléfono:
—Sí, tengo suerte de tener a mi madre. Sin ella no podría hacer nada—. Su tono era despreocupado, casi automático. No había gratitud en sus palabras; solo una constatación de que yo estaba ahí para todo.
Empecé a preguntarme: ¿dónde estaba Carmen? ¿La mujer que soñaba con viajar a Granada con sus amigas del centro de mayores? ¿La que quería apuntarse a clases de pintura? Ahora era solo «la abuela», «la madre», «la que resuelve todo».
Una tarde, después de dejar a Martina en ballet y correr al supermercado porque faltaba leche sin lactosa («Mamá, ya sabes que Martina no puede tomar otra»), me encontré con Pilar en la cola. Pilar fue mi compañera de trabajo durante años.
—¡Carmen! ¿Qué tal la jubilación? ¿Ya te has apuntado al viaje a Galicia?—
Me quedé callada un segundo demasiado largo.
—No he podido… Estoy ayudando a Lucía con la niña— respondí, bajando la mirada.
Pilar sonrió con compasión.
—Ten cuidado, Carmen. A veces nos olvidamos de vivir nuestra propia vida por cuidar la de los demás.
Esa noche no pude dormir. Me revolvía en la cama pensando en las palabras de Pilar. ¿Era egoísta querer un poco de tiempo para mí? ¿No era eso lo que hacían todas las madres españolas? Darlo todo por los hijos…
Al día siguiente, durante la cena, reuní el valor para hablar:
—Lucía, tenemos que hablar.
Ella ni levantó la vista del móvil.
—¿Qué pasa ahora?
—Necesito que busques una guardería para Martina algunos días. Y que te ocupes más de la casa. Yo también tengo derecho a descansar y hacer mis cosas.
Lucía frunció el ceño.
—¿Ahora te molesta ayudarme? Pensé que podía contar contigo…
Sentí un nudo en el estómago. No quería herirla, pero tampoco podía seguir así.
—Siempre podrás contar conmigo, pero no puedo ser tu niñera ni tu criada. Soy tu madre, no tu empleada.
El silencio se hizo espeso entre nosotras. Martina entró corriendo al salón con un dibujo en la mano:
—¡Mira abuela! ¡He dibujado una casa con tres personas!
La miré y sentí una punzada de ternura y tristeza al mismo tiempo. ¿Qué ejemplo le estaba dando a mi nieta? ¿Que las mujeres solo sirven para cuidar y sacrificarse?
Los días siguientes fueron tensos. Lucía estaba distante; apenas hablaba conmigo salvo para lo imprescindible. Yo intenté mantenerme firme: salí a caminar con mis amigas del barrio, me apunté finalmente a las clases de pintura los jueves por la tarde. La culpa me perseguía como una sombra: cada vez que veía a Lucía cansada o a Martina triste porque no podía recogerla del colegio, sentía que fallaba como madre y abuela.
Una noche, después de cenar en silencio, Lucía se sentó a mi lado en el sofá.
—Perdona si he sido injusta contigo… Es que estoy tan perdida…
La abracé fuerte. Por primera vez en mucho tiempo sentí que éramos dos mujeres adultas compartiendo sus miedos y no solo madre e hija atrapadas en viejos papeles.
Ahora las cosas no son perfectas. Seguimos viviendo juntas, pero hemos puesto límites: Lucía se encarga más de Martina y busca alternativas cuando tiene reuniones; yo tengo mis tardes libres y he recuperado algo de mi independencia. A veces discutimos, otras veces reímos juntas como antes.
Pero cada noche me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Cuándo deja de ser ayuda y se convierte en sacrificio? ¿Y vosotras? ¿Dónde ponéis el límite entre querer y olvidarse de una misma?