Entre el rencor y el deber: La última llamada de mi padre

—¿Vas a dejarme aquí tirado como un perro, Miguel? —La voz de mi padre retumba en el pasillo del hospital, áspera y exigente, como siempre. Me quedo de pie, con las manos en los bolsillos, mirando el suelo de baldosas frías. El olor a desinfectante me marea, pero lo que realmente me asfixia es la culpa mezclada con rabia.

No sé cómo he llegado a este punto. Bueno, sí lo sé. Mi hermana Lucía me llamó anoche, llorando, diciendo que papá había caído en casa y que no podía con él. «Eres su hijo, Miguel. Tienes que venir. No puede estar solo.»

Pero, ¿por qué siempre tengo que ser yo? ¿Por qué nadie recuerda las veces que me gritó, que me humilló delante de mis amigos en la plaza del pueblo? ¿Por qué nadie habla de los silencios eternos en la mesa, de los portazos, de las noches en las que me fui a dormir deseando que mi padre fuera otro?

—Miguel, ¿me oyes? —insiste él, con esa mirada dura que nunca ha sabido suavizar.

—Te oigo, papá —respondo, casi en un susurro. Siento la mirada de Lucía clavada en mi nuca. Ella siempre fue la favorita, la que supo esquivar las tormentas. Yo, en cambio, era el blanco fácil, el que nunca estuvo a la altura de sus expectativas.

El médico se acerca y nos interrumpe:

—Don Tomás necesita reposo y alguien que le ayude en casa. No puede quedarse solo. ¿Tienen algún familiar que pueda hacerse cargo?

Lucía me mira, suplicante. Yo bajo la cabeza. El médico espera una respuesta, pero yo solo quiero salir corriendo, perderme por las calles de Madrid y no volver nunca.

—Miguel, por favor —dice Lucía, casi en un susurro—. No puedo con todo. Tengo a los niños, el trabajo…

—¿Y yo qué? —respondo, con un nudo en la garganta—. ¿Por qué siempre tengo que ser yo el que se trague todo?

Mi padre me mira con desprecio, como si mi dolor fuera una tontería. Siempre ha sido así. Cuando murió mamá, yo tenía quince años. Él no lloró ni una sola lágrima. Solo me dijo: «Ahora eres el hombre de la casa. No me falles». Y desde entonces, cada error mío era una traición.

Recuerdo una tarde de verano, tenía diecisiete años y suspendí matemáticas. Él me gritó delante de todos: «¡Eres un inútil! ¡No llegarás a nada!». Esa frase se me quedó grabada como una herida abierta. Nunca me abrazó, nunca me dijo que estaba orgulloso de mí.

Ahora, sentado en la sala de espera del hospital, veo a otros hijos cuidando a sus padres con ternura. Me pregunto si alguna vez sentiré eso por el mío. ¿Es posible querer a alguien que nunca te quiso?

Lucía se acerca y me toma la mano.

—Miguel, sé que no es justo. Pero es nuestro padre…

—¿Nuestro padre? —le corto—. ¿El mismo que te dejaba hacer lo que quisieras y a mí me vigilaba hasta el último suspiro? ¿El que nunca me dejó salir con mis amigos porque «los hombres de verdad no pierden el tiempo»?

Ella baja la mirada. Sé que también tiene sus heridas, pero las suyas son diferentes. Yo fui el escudo de su rabia, ella la hija que le recordaba a mamá.

El médico vuelve a aparecer.

—¿Han decidido quién se hará cargo?

Siento la presión de todos los ojos sobre mí. Mi padre carraspea.

—Eres mi hijo, Miguel. Me lo debes. Si no fuera por mí, no estarías aquí.

Esa frase me atraviesa como un cuchillo. ¿Me lo debe? ¿Qué le debo yo a un hombre que nunca me dio amor? ¿Le debo mi vida solo porque me la dio?

—No sé si puedo hacerlo —digo al fin, con la voz rota—. No sé si quiero hacerlo.

Lucía llora en silencio. El médico asiente, comprensivo.

—No es fácil —dice—. Pero a veces, ayudar a un padre es también ayudarse a uno mismo.

Salgo al pasillo y me apoyo contra la pared. Siento que todo el peso de mi infancia me aplasta. Recuerdo las fiestas de San Isidro, cuando veía a otros padres abrazar a sus hijos y yo solo recibía órdenes y reproches.

Vuelvo a entrar en la habitación. Mi padre está solo, mirando por la ventana. Por un momento, parece pequeño, vulnerable. Pero en cuanto me acerco, su mirada se endurece de nuevo.

—¿Vas a quedarte o vas a seguir huyendo como siempre? —me lanza, desafiante.

—No soy yo el que ha estado huyendo toda la vida —le respondo, sin poder evitarlo.

Se hace un silencio denso. Por primera vez, veo un destello de duda en sus ojos.

—No sé cuidar de ti —le digo—. No sé cómo hacerlo sin sentirme vacío.

Él no responde. Solo asiente, como si aceptara por fin que no todo se puede exigir.

Esa noche, en casa de Lucía, hablamos largo y tendido. Decidimos turnarnos para cuidar de él, pero también ponemos límites. No vamos a permitir que nos hunda otra vez en su amargura.

Los días pasan y, poco a poco, la rutina se instala. Hay momentos en los que mi padre parece querer decir algo, pero nunca lo hace. Yo tampoco encuentro las palabras para perdonarle, pero al menos ya no siento tanto odio.

A veces me pregunto si algún día podré mirarle sin rencor. Si podré entender que también fue víctima de sus propios miedos y fracasos.

¿De verdad le debo algo solo por ser mi padre? ¿O es posible romper el ciclo y empezar de nuevo, aunque sea tarde?

Quizá nunca tenga la respuesta. Pero al menos ahora sé que mi vida no depende solo de su sombra.