Entre la culpa y el amor: Decidir el destino de mi padre

—¿Pero cómo puedes siquiera pensarlo, Lucía? —La voz de mi hermano Sergio retumbó en la cocina, rebotando entre los azulejos viejos y las ollas colgadas como testigos mudos de nuestra desgracia.

Yo no respondí. Mi hijo Mateo jugaba en el salón con sus muñecos, ajeno al drama que se cocía a fuego lento entre su madre y su tío. Mi padrastro, Julián, dormitaba en su sillón de siempre, la cabeza ladeada, el bastón apoyado en la mesa. Tenía 86 años y la mirada perdida de quien ya ha visto demasiado.

—No puedo más, Sergio —susurré, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. No puedo estar en dos sitios a la vez. Mateo me necesita. Julián también. Pero yo… yo estoy rota.

Sergio apretó los labios. Siempre fue el fuerte, el que nunca llora, pero esa tarde vi cómo se le humedecían los ojos.

—¿Y si fuera mamá? ¿La meterías en una residencia también?

Esa pregunta me atravesó como un cuchillo. Mamá murió cuando yo tenía quince años. Julián no era mi padre biológico, pero fue él quien me enseñó a montar en bici, quien me consoló cuando suspendí selectividad, quien me abrazó cuando Mateo nació y el padre de mi hijo desapareció sin dejar rastro.

—No es lo mismo —dije, aunque sabía que sí lo era. O peor.

El pueblo donde vivía Julián era un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido. Las casas se caían a pedazos y los vecinos, todos mayores, se reunían cada tarde en la plaza para hablar de los que ya no estaban. Yo vivía en Madrid, a dos horas en coche. Cada fin de semana hacía malabares para ir, limpiar la casa, hacerle la compra y escuchar sus historias repetidas mil veces.

Pero Mateo tenía ocho años y empezaba a preguntarme por qué nunca íbamos al parque los sábados, por qué mamá siempre estaba cansada.

—No quiero dejarle solo —dije—. Pero tampoco quiero perderme la infancia de mi hijo.

Sergio se sentó frente a mí y bajó la voz:

—¿Y si le preguntamos a él? A Julián.

Me estremecí. ¿Cómo decirle a ese hombre que lo mejor para todos era que se fuera a una residencia? ¿Cómo explicarle que su casa ya no era segura, que un día podía caerse y nadie lo sabría hasta días después?

Esa noche apenas dormí. Soñé con mamá, con su olor a colonia Nenuco y su risa clara. Soñé con Julián joven, llevándome al colegio en su viejo Renault 5. Soñé con Mateo llorando porque no estaba en su función del colegio.

A la mañana siguiente preparé café y me senté junto a Julián. Él me miró con esos ojos grises que siempre parecían saberlo todo.

—¿Qué te pasa, hija?

Tragué saliva.

—Papá… últimamente estoy preocupada por ti. Esta casa… ya no es segura. Y yo… no puedo venir tanto como antes. Mateo me necesita mucho ahora.

Él asintió despacio. No dijo nada durante un rato largo. Luego habló:

—¿Quieres meterme en un asilo?

La palabra sonó como un disparo. Me dolió más de lo que esperaba.

—No es eso… Es solo que allí estarías cuidado, tendrías compañía… Aquí estás muy solo.

Julián suspiró y miró por la ventana. Afuera, el campo estaba cubierto de escarcha y las ovejas pastaban lejos.

—¿Sabes lo que más miedo me da? —dijo al fin—. No es morirme aquí solo. Es olvidarme de quién soy. Que nadie recuerde quién fui.

Me tapé la boca para no llorar. Pensé en todas las veces que había sentido culpa: por no ser suficiente madre, suficiente hija, suficiente nada.

Sergio llegó esa tarde y juntos hablamos con Julián durante horas. Él escuchó en silencio, preguntó poco y al final solo dijo:

—Si creéis que es lo mejor…

Pero yo sabía que no lo creía. Lo hacía por nosotros, por no ser una carga más.

El día que fuimos a visitar la residencia en Ávila, Julián caminaba despacio entre las habitaciones blancas y los pasillos llenos de cuadros de paisajes castellanos. Saludó a las enfermeras con educación y sonrió a otros ancianos sentados frente al televisor.

Cuando salimos al jardín, se detuvo bajo un olivo y me miró:

—Lucía… ¿Tú vas a venir a verme?

Sentí que el corazón se me partía en dos.

—Claro que sí, papá. Todos los fines de semana.

Él asintió y no dijo nada más.

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Mateo vino a mi cama y me abrazó fuerte.

—¿Por qué lloras, mamá?

—Porque a veces querer mucho duele —le respondí.

Han pasado tres meses desde entonces. Voy cada sábado a ver a Julián. A veces está animado; otras veces parece ausente, como si una parte de él se hubiera quedado en aquella casa vieja del pueblo. Mateo le lleva dibujos y le cuenta historias del colegio. Sergio viene menos; dice que no puede soportar verlo así.

A veces me pregunto si hice lo correcto o si solo busqué aliviar mi propia carga. ¿Dónde está el límite entre cuidar y abandonar? ¿Cuántos sacrificios puede soportar una familia antes de romperse del todo?

¿Vosotros qué haríais? ¿Es posible ser buena madre e hija al mismo tiempo sin perderse uno mismo por el camino?