Entre ladridos y silencios: la última visita a casa
—¡Déjalo fuera, Lucía! ¡No quiero ese perro aquí! —La voz de mi hermano Luis retumbó en el pasillo, tan áspera como el portazo que le siguió.
Me quedé paralizada, con la correa de Roco temblando entre mis dedos. El ascensor aún no había cerrado sus puertas y, por un segundo, pensé en dar media vuelta. Pero el eco de la soledad en el rellano me empujó hacia adentro. Roco, mi fiel compañero desde que papá murió, gimoteó bajito, como si entendiera que no era bienvenido.
—¿En serio, Luis? ¿Tanto te molesta? —intenté mantener la voz firme, pero sentí cómo se me quebraba por dentro.
Luis apareció en el umbral del salón, con el ceño fruncido y las manos manchadas de pintura. Llevaba semanas reformando el piso de mamá desde que ella se fue a vivir con la tía Carmen en Albacete. Yo apenas había venido desde entonces. Él tampoco me llamaba. Nos habíamos convertido en dos extraños con la misma sangre.
—No es por el perro, Lucía. Es por ti. Siempre llegas cuando te da la gana, como si todo girara a tu alrededor —escupió las palabras, y sentí cómo cada sílaba me arañaba el pecho.
Roco tiró de la correa hacia la cocina, olfateando el aire cargado de disolvente y recuerdos. Yo lo solté y me apoyé en la pared, intentando no llorar.
—¿Y tú? ¿Cuándo fue la última vez que me llamaste? ¿O que preguntaste cómo estoy? —le respondí, alzando la voz más de lo que pretendía.
Luis bufó y se giró hacia la ventana. Afuera llovía sobre los tejados grises de Vallecas. El barrio seguía igual, pero nosotros no. Desde que papá murió de repente hace dos años, todo se había desmoronado. Mamá se marchó porque no soportaba el vacío. Luis se quedó para reconstruir lo que quedaba del hogar. Yo huí con Roco a un piso compartido en Lavapiés, incapaz de enfrentarme al dolor.
—¿Sabes lo que es estar aquí solo todos los días? —dijo Luis sin mirarme—. Arreglando goteras, pintando paredes… Mamá ni siquiera llama. Y tú solo vienes cuando necesitas algo.
Sentí una punzada de culpa. Era cierto: venía cuando necesitaba sentirme menos sola o cuando Roco enfermaba y no podía pagar el veterinario. Pero también era cierto que Luis nunca pedía ayuda. Siempre tan fuerte, tan cerrado.
—No vengo solo por mí —susurré—. Vengo porque este también es mi hogar… aunque ya no lo parezca.
Luis se giró por fin. Tenía los ojos rojos, pero no supe si era por el cansancio o por las lágrimas contenidas.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que finjamos que todo está bien? Papá no va a volver, Lucía. Mamá tampoco. Solo quedamos tú y yo… y ese perro —señaló a Roco, que ahora lamía una mancha de pintura en el suelo.
Me acerqué a él y le puse una mano en el hombro. Por un instante sentí que éramos niños otra vez, escondidos bajo la mesa mientras papá nos contaba historias de miedo durante las tormentas.
—No quiero fingir —le dije—. Solo quiero que hablemos. Que dejemos de gritarnos y empecemos a escucharnos.
Luis apartó la mirada y se sentó en el sofá desvencijado. Roco saltó a su lado y apoyó la cabeza en su pierna. Luis no lo apartó esta vez.
—¿Recuerdas cuando papá trajo a Roco? —pregunté, buscando un resquicio de ternura—. Dijiste que era un bicho feo… pero luego dormías con él cada noche.
Luis esbozó una sonrisa triste.
—Era un cachorro insoportable… como tú —bromeó, y por primera vez en meses reímos juntos.
El silencio volvió a instalarse entre nosotros, pero ya no era hostil. Era un silencio lleno de cosas no dichas: del miedo a estar solos, del dolor por lo perdido, de la esperanza de poder reconstruir algo nuevo.
—¿Te quedas a cenar? —preguntó Luis al cabo de un rato—. Hay tortilla en la nevera… aunque igual Roco se la ha comido ya.
Asentí y fui a buscar los platos mientras él acariciaba distraídamente al perro. La lluvia seguía golpeando los cristales, pero dentro del piso hacía calor por primera vez en mucho tiempo.
Durante la cena hablamos poco, pero compartimos miradas cómplices y alguna risa tímida. Al despedirme, Luis me abrazó torpemente.
—No te vayas tanto tiempo —susurró al oído—. No quiero perderte también a ti.
Salí al rellano con Roco y sentí que algo había cambiado. Quizá no podíamos recuperar todo lo perdido, pero sí aprender a cuidarnos de nuevo.
Ahora me pregunto: ¿cuántas veces dejamos que el orgullo o el dolor nos separen de quienes más queremos? ¿Y si mañana ya es tarde para volver?