Espérame, mamá: el regreso de David a su barrio

—¡David! ¿Por qué volviste? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo apenas crucé la puerta del departamento. No era una bienvenida, era un reproche, una mezcla de miedo y rabia. Me quedé parado, con la mochila colgando del hombro, sintiendo el sudor frío en la espalda. Afuera, el bullicio del barrio seguía igual que siempre: vendedores ambulantes gritando ofertas, niños jugando a la pelota entre los bloques de ladrillo rojo, el olor a pan recién horneado mezclado con el humo de los colectivos.

No respondí enseguida. Miré sus ojos oscuros, cansados, llenos de preguntas que yo tampoco sabía responder. Habían pasado seis años desde que me fui de Buenos Aires, huyendo de todo: de mi madre, de las peleas, del dolor de la ausencia de mi papá. Ahora estaba aquí, parado en el mismo pasillo donde aprendí a caminar y a pelearme con los vecinos por una pelota pinchada.

—Necesitaba volver —dije al fin, con la voz quebrada.

Ella se apartó para dejarme pasar. El departamento olía igual: a café recalentado y a humedad. En la mesa había una foto vieja de mi papá, sonriendo con esa sonrisa torcida que yo heredé. Sentí un nudo en la garganta.

—¿Y ahora qué? —preguntó mi madre, cruzándose de brazos—. ¿Vienes a quedarte o solo a revolver heridas?

No supe qué decirle. Me senté en la silla de siempre y miré por la ventana. El patio del edificio estaba igual: las mismas macetas rotas, la ropa colgada entre los bloques, los gritos de Doña Marta peleando con su hijo por llegar tarde otra vez.

—No sé si vine a quedarme —confesé—. Solo… no podía más allá. Todo es tan frío en México DF. Nadie te mira a los ojos. Nadie te pregunta si comiste.

Mi madre suspiró y se sentó frente a mí. Sus manos temblaban. Recordé todas las veces que discutimos por mi futuro, por mis amistades, por mi terquedad. Ella siempre quiso que estudiara medicina; yo solo quería escribir canciones y tocar la guitarra en los bares del centro.

—¿Y tu guitarra? —preguntó de repente.

—La vendí para pagar el alquiler —admití, bajando la mirada.

Un silencio pesado se instaló entre nosotros. Afuera, alguien gritó «¡Penal!» y los chicos festejaron un gol imaginario. Sentí que el tiempo no había pasado para nadie aquí, salvo para mí.

—¿Sabés qué me dolió más? —dijo mi madre, con voz baja—. Que te fueras sin despedirte. Que no me dieras ni un abrazo antes de irte.

Me mordí el labio para no llorar. Recordé esa noche: los gritos, las puertas cerrándose de golpe, mi mochila apurada y el taxi esperando en la esquina. No tuve valor para mirarla a los ojos entonces.

—Perdón —susurré—. No sabía cómo quedarme sin pelear.

Ella se levantó y fue a la cocina. Escuché cómo llenaba la pava y ponía agua para el mate. El ritual de siempre, como si nada hubiera cambiado.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —insistió desde la cocina—. Acá no hay trabajo para nadie. Tu primo Fabián se fue a Chile porque acá no le daban ni para el colectivo.

Me encogí de hombros. No tenía respuestas. Había vuelto porque sentía que algo me faltaba, porque cada noche en ese cuarto alquilado en DF soñaba con este barrio, con este olor a humedad y pan caliente, con mi madre gritándome desde la ventana que subiera a cenar.

De pronto escuché un golpe en la puerta. Era Lucía, mi vecina de toda la vida. Tenía el pelo recogido y las manos manchadas de harina.

—¡David! ¡No lo puedo creer! —me abrazó fuerte—. Pensé que no volvías más.

Sonreí por primera vez en semanas. Lucía siempre fue como una hermana para mí; juntos aprendimos a andar en bici y a escondernos de los gritos de nuestros padres cuando peleaban por plata o por celos.

—Volví… pero no sé si para quedarme —le confesé.

Ella me miró con tristeza.—Acá todos te extrañamos… hasta tu vieja —dijo bajito—. Aunque no lo diga.

Mi madre salió con el mate y tres tazas.—¿Te quedás un rato, Lucía?

Nos sentamos los tres alrededor de la mesa. Hablamos del barrio, de los vecinos que ya no estaban, de los que seguían luchando cada día para llegar a fin de mes. Lucía contó que su hermano cayó preso por robar un celular; mi madre suspiró y dijo que así está todo ahora: «Los chicos se pierden porque nadie les da una oportunidad».

La conversación giró hacia mí.—¿Y vos? ¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Lucía.

No supe qué responderles. Sentí el peso de sus miradas, la expectativa mezclada con miedo y esperanza.

Esa noche me acosté en mi vieja cama, mirando el techo descascarado y escuchando los ruidos familiares del edificio: el ascensor que nunca funciona bien, los pasos del vecino de arriba, el llanto lejano de un bebé nuevo en el bloque C.

Cerré los ojos y recordé a mi papá: su voz grave diciéndome que nunca abandone mis sueños, aunque todos digan que son imposibles en este país. Recordé también sus ausencias, sus silencios cuando las cosas iban mal en casa.

Al día siguiente salí temprano a caminar por el barrio. Pasé por la plaza donde jugábamos al fútbol y por la escuela donde repetí tercer año porque no podía concentrarme después de que mi papá se fue para siempre. Vi a Doña Marta barriendo la vereda y me saludó con una sonrisa triste.—Tu mamá sufrió mucho cuando te fuiste —me dijo sin rodeos—. No le hagas lo mismo otra vez.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Era justo volver solo porque yo necesitaba sanar? ¿O debía quedarme para reparar lo que rompí?

Esa tarde busqué trabajo en varios lugares: una panadería, un kiosco, hasta en una ferretería donde me ofrecieron unas horas por semana bajo la mesa. Todo era poco y mal pagado, pero al menos era algo.

Volví a casa cansado y encontré a mi madre llorando frente al televisor.—¿Qué pasa? —pregunté alarmado.

Ella negó con la cabeza.—Nada… solo estoy cansada —susurró.

Me senté a su lado y le tomé la mano.—Perdón por todo lo que te hice pasar —le dije—. No sé si puedo arreglarlo, pero quiero intentarlo.

Ella me abrazó fuerte.—Sos mi hijo… aunque te vayas mil veces, siempre voy a esperarte.

Esa noche cenamos juntos como hacía años no lo hacíamos: arroz con pollo y una charla sincera sobre miedos y sueños rotos. Por primera vez sentí que podía quedarme sin pelearme con mi pasado.

Ahora me pregunto: ¿cuántos hijos como yo vuelven buscando perdón? ¿Cuántas madres esperan en silencio una reconciliación? ¿Vale la pena huir si al final todos necesitamos volver al lugar donde empezó todo?