Extraños Bajo el Mismo Techo: La Historia de Lucía y Martina
—No me mires así, mamá. Ya no te reconozco. —La voz de Martina retumbó en el pasillo, fría y cortante como el viento de enero en Madrid. Yo acababa de llegar del trabajo, con las manos aún entumecidas por el frío y la cabeza llena de facturas sin pagar. Dejé las llaves sobre la mesa y me quedé paralizada. ¿Cómo podía decirme eso mi propia hija?
Martina tenía razón en algo: ya no éramos las mismas. Desde que su padre, Sergio, nos dejó cuando ella apenas era un bebé, todo cambió. Recuerdo aquella madrugada en la que me desperté sola en la cama, con la cuna vacía a mi lado y una nota en la mesilla: “No puedo con esto. Lo siento”. Desde entonces, cada día ha sido una batalla.
—Martina, cariño, ¿qué te pasa? —intenté acercarme, pero ella retrocedió un paso.
—Siempre llegas tarde. Siempre estás cansada. Siempre estás enfadada. —Sus palabras eran dardos que se clavaban en mi pecho.
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que trabajo doce horas al día limpiando casas ajenas para poder pagar el alquiler? ¿Cómo decirle que cada vez que veo a un padre recogiendo a su hija en el colegio siento una punzada de rabia y tristeza?
La relación con Martina se fue desgastando poco a poco. Al principio, cuando era pequeña, me abrazaba al llegar a casa y me contaba sus cosas. Pero ahora, con nueve años, se encierra en su habitación y apenas me dirige la palabra. Los fines de semana se los pasa viendo vídeos en el móvil o hablando con su amiga Paula por WhatsApp.
Una tarde, mientras preparaba una tortilla de patatas —la única receta que me sale bien—, escuché cómo Martina lloraba en su cuarto. Me acerqué despacio y llamé a la puerta.
—¿Puedo pasar?
Silencio. Luego, un suspiro resignado.
—Haz lo que quieras. —Su voz sonaba derrotada.
Entré y la vi hecha un ovillo sobre la cama, abrazando a su peluche favorito, ese oso que le regaló mi madre antes de morir.
—Martina, dime qué te pasa. Por favor.
—No quiero estar aquí. Quiero irme con papá. —Me miró con los ojos llenos de lágrimas.
Sentí cómo se me rompía algo por dentro. Sergio no había vuelto a aparecer desde aquella noche. Ni una llamada, ni una carta, ni un mísero mensaje de cumpleaños. Yo había intentado localizarlo al principio, pero él cambió de número y desapareció del mapa.
—Papá no está, cariño. No sé dónde está.
—¿Y si no quiere verme porque soy mala? —sollozó.
La abracé fuerte, intentando contener mis propias lágrimas.
—No digas eso nunca más. Tú no tienes la culpa de nada. Es él quien no sabe lo que se pierde.
Pero mis palabras parecían no llegarle. Sentí una rabia inmensa hacia Sergio, pero también hacia mí misma. ¿En qué momento perdí la conexión con mi hija? ¿Cuándo dejamos de ser un equipo?
Las semanas siguientes fueron un infierno. Martina empezó a suspender en el colegio y la tutora me llamó para hablar conmigo.
—Lucía, tu hija está muy distraída últimamente. ¿Ha pasado algo en casa?
Mentí. Dije que todo iba bien, que solo estaba cansada por las clases. Pero la verdad es que yo tampoco podía más. El trabajo me absorbía y cuando llegaba a casa solo quería tumbarme en el sofá y olvidarme del mundo.
Una noche, después de discutir porque no había hecho los deberes, Martina gritó:
—¡Ojalá nunca hubieras sido mi madre!
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin fuerzas. Recordé a mi propia madre diciéndome: “Ser madre es renunciar a ti misma”. Pero yo no quería renunciar a mi hija.
Al día siguiente decidí pedir ayuda. Fui al centro de servicios sociales del barrio y hablé con Carmen, la trabajadora social.
—Lucía, necesitas cuidarte tú también. No puedes con todo sola —me dijo mientras me ofrecía un pañuelo.
Me apuntó a un grupo de apoyo para madres solteras y allí conocí a otras mujeres como yo: Ana, que criaba a tres hijos mientras trabajaba en un supermercado; Pilar, que acababa de divorciarse; y Rosa, cuya hija adolescente apenas le hablaba.
Compartir mis miedos y frustraciones con ellas fue un alivio. Aprendí que no estaba sola y que pedir ayuda no era un fracaso.
Poco a poco empecé a cambiar pequeñas cosas en casa: cenábamos juntas sin móviles sobre la mesa; los domingos íbamos al parque aunque estuviera cansada; le preguntaba por sus dibujos y escuchaba sus historias aunque tuviera mil cosas en la cabeza.
Un día, Martina me abrazó al salir del colegio.
—¿Hoy puedes quedarte conmigo un rato?
Sentí que algo se había desbloqueado entre nosotras. No fue fácil ni rápido, pero empezamos a reconstruir nuestra relación desde los cimientos.
A veces todavía discutimos. A veces todavía lloro cuando nadie me ve. Pero ya no somos extrañas bajo el mismo techo.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas madres viven esta soledad silenciosa? ¿Cuántos hijos sienten que sus madres están lejos aunque vivan juntos? ¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez que tu familia se convierte en desconocida?