¿Feliz o simplemente ingenua? La historia de Irma en las montañas de Córdoba
—¿Irma, vos nunca te cansás de ser tan buena? —me preguntó Lucía mientras empacábamos nuestras mochilas para el viaje. Su tono era mitad burla, mitad cariño, pero yo sentí el filo de sus palabras. Siempre fui la callada, la que no se mete en líos, la que acepta lo que le toca. Por eso, cuando Lucía me invitó a pasar una semana en las sierras de Córdoba con su familia, acepté sin pensarlo. Necesitaba respirar otro aire, aunque fuera solo por unos días.
El viaje en colectivo fue largo y caluroso. Lucía hablaba sin parar sobre sus planes para el verano, mientras yo miraba por la ventana los campos interminables y pensaba en mamá, en cómo me miró antes de salir: «Cuidate, Irmita. No confíes en cualquiera». Pero yo quería confiar, quería sentirme viva.
Llegamos a la casa de los tíos de Lucía en Villa General Belgrano. El olor a pan casero y a tierra mojada me hizo sentir en casa. Esa noche, mientras cenábamos empanadas y tomábamos mate bajo las estrellas, escuché por primera vez el nombre de Julián.
—Es el nuevo inquilino del departamento de al lado —dijo la tía Marta—. Militar, pero buen tipo. Un poco serio, eso sí.
No le di importancia hasta que lo vi al día siguiente, arreglando su moto en el patio. Alto, moreno, con una mirada intensa que parecía atravesar todo. Me saludó con un gesto seco y volvió a lo suyo. Sentí un cosquilleo extraño en el estómago.
Lucía se dio cuenta enseguida.
—¡Ay, Irma! Mirá cómo te pusiste colorada. Pero ni te ilusiones, ese tipo no es para vos.
No respondí. ¿Por qué no podía ser para mí? ¿Por qué siempre tenía que conformarme con mirar desde lejos?
Esa tarde, mientras todos dormían la siesta, salí al patio con un libro. Julián estaba sentado en el escalón, fumando un cigarrillo. Dudé, pero él me hizo un gesto para que me acercara.
—¿Te gusta leer? —preguntó sin mirarme.
—Sí… Me ayuda a olvidarme de todo —respondí bajito.
—A veces hay cosas que no se pueden olvidar —dijo él, y por primera vez noté una tristeza profunda en su voz.
Así empezó todo. Conversaciones cortas al principio, luego más largas. Me contó que había estado en misiones en el norte del país, que extrañaba a su hija —una nena de seis años que vivía con su exmujer en Salta— y que a veces sentía que la vida se le escapaba entre los dedos.
Yo le hablé de mi papá ausente, de mi mamá luchando sola para mantenernos, de cómo siempre sentí que debía ser fuerte para no darle más problemas a nadie.
Una noche, después de una tormenta eléctrica que dejó sin luz a todo el pueblo, nos refugiamos en la galería con una vela encendida entre los dos. Julián me miró fijo y me dijo:
—Sos distinta a las demás. Tenés algo… no sé cómo explicarlo.
Sentí que el corazón me latía tan fuerte que él podía escucharlo. Me tomó la mano y por un instante creí que todo era posible.
Pero la realidad no tardó en golpearme. Al día siguiente, Lucía me arrastró aparte.
—Irma, ¿vos sabés lo que estás haciendo? Ese tipo tiene fama… Dicen que dejó a su mujer por otra y que es medio violento. No quiero verte sufrir.
Me dolió escucharla, pero también me dolió darme cuenta de que yo tampoco sabía lo que estaba haciendo. ¿Era feliz o solo una ingenua más?
Los días pasaron entre paseos por el río y charlas interminables con Julián. Una tarde fuimos juntos al mercado del pueblo. La gente nos miraba raro; algunos murmuraban cosas al pasar. Sentí la presión de esas miradas como piedras en la espalda.
Esa noche discutí con Lucía por primera vez en años.
—Siempre te creí diferente —me dijo—. Pero ahora veo que sos igual a todas: te enamorás del primero que te presta atención.
—No es así —le respondí con lágrimas en los ojos—. Por una vez quiero elegir yo, aunque me equivoque.
La tensión creció en la casa. La tía Marta empezó a tratarme con frialdad; el tío Ernesto apenas me dirigía la palabra. Julián notó el cambio y me propuso irnos juntos a Salta, empezar de cero.
Esa noche no dormí. Pensé en mamá, en mi hermana menor esperándome en casa, en todo lo que dejaría atrás si aceptaba esa locura. Pensé también en mí misma: ¿era capaz de romper todas las reglas solo por una promesa de amor?
A la mañana siguiente, Julián me esperaba junto a su moto.
—¿Qué decidiste? —preguntó serio.
Lo miré largo rato antes de responder.
—No puedo irme… No así. No puedo dejar a mi familia ni a mi amiga por algo que todavía no entiendo bien.
Julián asintió sin decir nada. Vi en sus ojos una mezcla de decepción y alivio.
Esa tarde me senté sola junto al río y lloré como hacía años no lloraba. Sentí rabia por ser tan cobarde, pero también alivio por no haberme dejado llevar por un impulso ciego.
Cuando volví a casa, Lucía me abrazó fuerte y lloramos juntas. No hizo falta decir nada más.
Regresé a Córdoba con el corazón hecho pedazos pero con la certeza de haber elegido mi propio camino, aunque fuera el más difícil.
Hoy, años después, todavía me pregunto: ¿fui feliz o solo fui ingenua? ¿Cuántas veces confundimos el amor con la necesidad de escapar? ¿Y ustedes… alguna vez tuvieron que elegir entre lo que querían y lo que era correcto?