La cita que nunca fue: regreso a Salamanca tras treinta años
—¿Eres tú, Lucía? —La voz me llegó como un eco del pasado, justo cuando pensaba que la mañana no podía ser más ordinaria. Me giré despacio, con el corazón golpeando en mi pecho como si tuviera diecisiete años otra vez. Allí estaba Tomás, con su barba canosa y una arruga nueva en la frente, pero con la misma mirada de entonces.
No supe qué decir. Me quedé de pie, junto al banco donde hace treinta y dos años esperé una hora entera a que él llegara. No vino. Y yo me fui llorando, jurando que nunca volvería a confiar en nadie. Ahora, después de medio siglo de vida, dos hijos y un divorcio, volvía a Salamanca buscando respuestas que ni siquiera sabía que necesitaba.
—No esperaba verte aquí —dije al fin, intentando controlar el temblor en mi voz.
Tomás sonrió con tristeza y se sentó en el banco. Me hizo un gesto para que me sentara a su lado. Dudé unos segundos antes de aceptar. El parque estaba igual: los mismos árboles, la misma fuente rota, el mismo olor a tierra mojada después de la lluvia. Pero yo ya no era la misma.
—Nunca te pedí perdón —dijo él, bajando la mirada—. Aquella tarde… No sabes cuántas veces he pensado en venir a buscarte.
Sentí una punzada de rabia mezclada con nostalgia. ¿De qué servía ahora? ¿Para qué remover lo que ya estaba enterrado?
—¿Por qué no viniste? —pregunté, incapaz de contenerme.
Tomás suspiró y se frotó las manos nervioso.
—Mi madre se puso enferma de repente. Mi padre estaba trabajando en Zamora y yo era el único en casa. No tenía móvil para avisarte, ni siquiera sabía cómo encontrarte después. Cuando volví al día siguiente ya te habías ido…
Me quedé en silencio. Recordé a mi madre gritándome aquella noche: “¡Lucía, deja de llorar por un chico! La vida sigue.” Pero no seguía igual. Algo se rompió dentro de mí aquel día.
—¿Y después? —insistí—. ¿Nunca pensaste en buscarme?
—Te busqué —susurró—. Pregunté a tus amigas, fui a tu casa… Tu padre me echó diciendo que no quería verme cerca de ti. Y luego me fui a estudiar a Madrid. Pensé que era lo mejor para los dos.
Me reí amargamente.
—¿Lo mejor? ¿O lo más fácil?
Tomás me miró con ojos cansados.
—Quizá ambas cosas. No he dejado de pensar en ti todos estos años.
Sentí las lágrimas asomando, pero las contuve. No quería parecer débil, no otra vez.
—Yo también te recordé —admití—. Pero la vida siguió: me casé con Fernando, tuve dos hijos… Y ahora estoy divorciada y mi madre acaba de morir. Por eso he vuelto. Quería despedirme de ella… y de todo esto.
Tomás asintió en silencio. Unos niños jugaban cerca, ajenos al drama que se desarrollaba en aquel banco antiguo.
—¿Y eres feliz? —preguntó él de repente.
La pregunta me pilló desprevenida. ¿Feliz? ¿Qué era la felicidad a los cincuenta y dos años? ¿Sobrevivir? ¿No arrepentirse demasiado?
—No lo sé —respondí sinceramente—. A veces sí, otras no tanto. Echo de menos cosas que ni siquiera sé nombrar.
Él asintió comprensivo.
—Yo también me casé —confesó—. Pero nunca fue lo mismo. Siempre sentí que algo quedó pendiente contigo.
Nos quedamos callados un rato largo. El sol se filtraba entre las hojas y el aire olía a café recién hecho de la cafetería cercana.
—¿Te gustaría tomar un café conmigo? —preguntó Tomás al fin, con una timidez casi adolescente.
Dudé. ¿Para qué? ¿Para cerrar heridas o para abrir otras nuevas?
—Vale —dije al fin—. Pero solo un café.
Caminamos juntos hasta la terraza del parque. Pedimos dos cortados y hablamos de todo y de nada: del trabajo, de los hijos, del precio de la vivienda en Salamanca, del miedo a quedarse solo cuando los hijos se van.
En algún momento, Tomás me cogió la mano por encima de la mesa. Sentí un escalofrío familiar y peligroso.
—Lucía… Si pudieras volver atrás, ¿cambiarías algo?
Miré sus ojos llenos de arrepentimiento y ternura.
—No lo sé —respondí—. Quizá no estaría aquí si todo hubiera sido diferente. Quizá nunca habría aprendido a perdonar… ni a perdonarme.
Nos despedimos con un abrazo largo y silencioso. Caminé por la calle Toro sintiéndome ligera y triste al mismo tiempo.
Ahora escribo estas líneas desde el piso vacío de mi madre, preguntándome si realmente podemos cerrar el pasado o si siempre nos acompaña como una sombra discreta pero persistente.
¿Vosotros qué pensáis? ¿Se puede perdonar de verdad lo que nos marcó para siempre? ¿O solo aprendemos a convivir con ello?