La pequeña defensora: El día que Marta habló por su madre

—¡No es justo! —grité, con la voz temblorosa pero firme, mientras todos en la sala del juzgado se giraban para mirarme. Mi madre, sentada a mi lado, me apretó la mano con fuerza, los ojos llenos de lágrimas y miedo. El juez, un hombre mayor de cejas pobladas y gesto severo, se quedó boquiabierto. Nadie esperaba que una niña de ocho años interrumpiera la audiencia.

Era una mañana fría de febrero en Sevilla. El aire olía a humedad y a café recién hecho, ese aroma que siempre me recuerda a los desayunos en casa antes de ir al colegio. Pero aquel día no había tostadas ni risas; solo nervios y un silencio espeso que se colaba por las rendijas del alma. Mi madre, Carmen, llevaba semanas sin dormir bien. Desde que papá se fue de casa y empezó la pelea por la custodia, todo cambió. Ya no había cuentos antes de dormir ni paseos por el parque María Luisa los domingos. Solo papeles, abogados y discusiones.

—Señoría —dije, tragando saliva—, ¿puedo decir algo? Sé que soy pequeña, pero tengo derecho a hablar. Es mi vida también.

El juez dudó un instante. Miró a los abogados, luego a mi madre y finalmente a mí. Asintió con un leve gesto.

—Adelante, hija —dijo con voz grave.

Me levanté de la silla, sintiendo las miradas clavadas en mi espalda. Noté cómo el corazón me latía tan fuerte que pensé que todos podían oírlo. Miré a mi padre, sentado al otro lado de la sala, serio y distante. No era el mismo hombre que me llevaba al colegio en bicicleta o me enseñaba a hacer paella los sábados.

—Papá —empecé, con la voz quebrada—, yo te quiero mucho. Pero mamá es la que siempre está conmigo cuando tengo miedo por las noches. Es la que me cura las rodillas cuando me caigo en el patio del cole y la que me escucha cuando tengo pesadillas. No quiero tener que elegir entre vosotros, pero tampoco quiero perderla.

Mi madre sollozó bajito. El abogado de papá intentó interrumpir, pero el juez levantó la mano para pedir silencio.

—En casa ya no hay risas —continué—. Mamá intenta ser fuerte, pero yo sé que llora cuando cree que no la veo. Papá dice que puede darme más cosas, pero yo solo quiero estar con quien me entiende y me cuida. ¿Eso no cuenta?

La sala se quedó en silencio. Podía oír el tic-tac del reloj y el murmullo lejano de la ciudad a través de las ventanas cerradas. Sentí una mezcla de miedo y alivio; miedo por haber dicho todo aquello delante de extraños, alivio porque por fin alguien me escuchaba.

El juez suspiró y se quitó las gafas. Miró a mis padres como si buscara algo en sus rostros.

—A veces —dijo despacio— los adultos olvidamos escuchar a los niños. Marta ha dicho algo muy importante hoy.

Mi padre bajó la cabeza. Por primera vez desde que empezó todo aquello, vi en sus ojos algo parecido al arrepentimiento.

Después de aquel día nada volvió a ser igual. El juez decidió que podía quedarme con mi madre y ver a mi padre los fines de semana. No fue fácil para nadie; hubo lágrimas, reproches y silencios incómodos en las reuniones familiares. Pero poco a poco aprendimos a convivir con la nueva realidad.

En casa volvieron las risas, aunque diferentes. Mi madre empezó a trabajar en una tienda del barrio y yo ayudaba con las tareas del hogar. Los domingos seguíamos paseando por el parque, aunque ahora éramos solo dos. A veces veía a papá y sentía nostalgia por lo que fuimos, pero también orgullo por lo que logré aquel día.

Años después, cuando alguien me pregunta cómo tuve valor para hablar en aquel juzgado, sonrío y pienso: ¿No es acaso el amor por una madre más fuerte que cualquier miedo? ¿Cuántos niños callan lo que sienten porque creen que nadie les va a escuchar?