La Venganza de la Abuela: Una Lección de Humildad en el Mercado

—¿Señora, no ve que hay cola? —La voz de la joven cajera, con ese tono seco y altivo, resonó en todo el supermercado. Sentí cómo las miradas se clavaban en mi espalda. Mi cara ardía. Había olvidado pesar los tomates y, al intentar explicarme, la chica —Lucía, según su placa— me interrumpió con impaciencia.

—Si cada uno hiciera lo que le da la gana, esto sería un caos —añadió, sin mirarme siquiera.

Me quedé paralizada, con las manos temblorosas sobre el carrito. Detrás de mí, una señora mayor murmuró algo sobre «la gente mayor y sus despistes». Sentí una mezcla de rabia y vergüenza. Yo, Carmen Jiménez, 68 años, madre de tres hijos y abuela de dos nietos, humillada por una cría delante de todo el barrio.

Esa noche apenas dormí. La escena se repetía en mi cabeza como un disco rayado. ¿Quién se creía esa niña para hablarme así? ¿Acaso no merezco respeto? Recordé a mi difunto marido, Antonio, siempre tan paciente y justo. Él me habría dicho que lo dejara pasar, pero yo no podía. No esta vez.

A la mañana siguiente, mientras preparaba café en mi pequeña cocina de Lavapiés, se me ocurrió un plan. No era propio de mí —siempre he sido más bien tranquila—, pero algo dentro de mí pedía justicia. Decidí que Lucía aprendería una lección.

Esperé al viernes, día de mercado, cuando el supermercado se llena de vecinos y las colas son eternas. Me vestí con mi mejor abrigo y fui directa a la caja donde trabajaba Lucía. Llevaba una lista interminable de productos y, por supuesto, «olvidé» pesar varias frutas y verduras.

—Vaya, qué cabeza la mía —dije en voz alta, mirando a los clientes detrás de mí.

Lucía me miró con fastidio. —Señora, tiene que pesar esto antes de pasar por caja.

—¿Otra vez? Ay, hija, qué desastre soy… —Me giré hacia la cola—. ¿No les pasa a ustedes también?

Algunos rieron; otros bufaron. Lucía apretó los labios. Yo sentí una extraña satisfacción.

Pero entonces ocurrió algo inesperado. Un hombre mayor, don Manuel, vecino del tercero, intervino:

—No se preocupe, Carmen. Todos tenemos días malos. Lucía también —dijo mirando a la cajera con una sonrisa amable.

Lucía bajó la mirada. Por un instante vi en sus ojos algo distinto: cansancio, quizá tristeza.

Esa noche no pude dejar de pensar en su expresión. ¿Y si me había pasado? ¿Y si detrás de su mal humor había algo más?

Al día siguiente volví al supermercado. Esta vez solo compré pan y leche. Cuando llegué a la caja de Lucía, ella parecía aún más pálida que de costumbre.

—Buenos días —dije suavemente.

Ella apenas levantó la vista. —Buenos días.

Me armé de valor y pregunté:

—¿Estás bien?

Lucía parpadeó sorprendida. Dudó un momento antes de responder:

—No mucho… Mi madre está enferma y yo… bueno, estoy sola aquí casi todo el día.

Sentí un nudo en la garganta. De repente, toda mi rabia se desvaneció. Recordé mis propios años difíciles criando a mis hijos sola cuando Antonio enfermó.

—Si necesitas hablar o ayuda con algo… yo vivo aquí cerca —le dije.

Lucía sonrió tímidamente por primera vez.

A partir de ese día empecé a pasar por el supermercado solo para saludarla o llevarle un café caliente en los turnos largos. Poco a poco fuimos hablando más: sobre su madre, sobre mis nietos, sobre lo difícil que es a veces sentirse invisible o incomprendida.

Un sábado por la tarde me invitó a tomar un café después del trabajo. Me contó cómo había tenido que dejar sus estudios para cuidar a su madre y cómo a veces sentía que el mundo le exigía demasiado para tan poca edad.

—A veces me siento tan sola… —confesó—. Y cuando estoy cansada o nerviosa, me sale ese genio horrible.

Le apreté la mano.

—Todos tenemos días malos, Lucía. Pero siempre podemos elegir cómo tratamos a los demás.

Con el tiempo nuestra relación se transformó en una amistad sincera. Yo le ayudaba con recados; ella me enseñaba a usar el móvil nuevo que mis hijos me regalaron por Reyes. Incluso vino a cenar a casa con mi familia una Nochebuena.

Un día, mientras paseábamos por el Retiro, Lucía me miró y dijo:

—Gracias por no rendirte conmigo cuando fui borde…

Sonreí y respondí:

—Gracias a ti por enseñarme que detrás de cada gesto hay una historia que no conocemos.

Ahora miro atrás y pienso en lo fácil que es juzgar sin saber. Mi plan de venganza se convirtió en una lección de humildad y empatía que nunca olvidaré.

¿Quién no ha sentido alguna vez ganas de vengarse tras una humillación? Pero… ¿y si en vez de devolver el golpe intentamos comprender al otro? ¿Cuántas amistades o historias nos estamos perdiendo por no mirar más allá del primer impulso?