Lágrimas en las páginas: La historia de Leila y los libros para el hospital infantil
—Mamá, ¿crees que los niños en el hospital se sienten tan solos como yo?—. La voz de Amar, apenas un susurro entre las sábanas blancas del Hospital General de Guadalajara, me atravesó el pecho como una daga. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales con furia, pero dentro de esa habitación, el tiempo se había detenido desde que nos dieron el diagnóstico: leucemia linfoblástica aguda. Tenía solo ocho años y ya conocía el sabor amargo de la incertidumbre.
No supe qué responderle. Me limité a acariciar su cabello, tan escaso ya por las quimioterapias, y a prometerle que estaría a su lado siempre. Pero Amar era más fuerte que yo. —Mamá, ¿me lees otro cuento?—. Supe entonces que los libros eran su refugio, su manera de escapar del dolor y del miedo.
Las semanas pasaron entre análisis, transfusiones y noches en vela. Mi esposo, Mauricio, se turnaba conmigo para no dejar solo a Amar ni un instante. Pero la enfermedad avanzaba más rápido que nuestras esperanzas. Una tarde, mientras leía «El Principito» por enésima vez, Amar me miró con una seriedad que no era de niño:
—Mamá, ¿y si juntamos muchos libros para todos los niños del hospital? Así ninguno estaría solo nunca—.
Sentí un nudo en la garganta. —¿Cuántos libros quieres juntar?— pregunté, intentando sonreír.
—Quince mil—. Lo dijo como quien pide una estrella.
Mauricio soltó una risa nerviosa. —Eso es muchísimo, hijo—.
Pero Amar no se dejó intimidar. —Si todos ayudan, sí se puede—.
Esa noche, mientras veía dormir a mi hijo, tomé una decisión: cumpliría su sueño. Aunque tuviera que mover cielo y tierra.
El primer obstáculo fue mi propia familia. Mi hermana Lucía me llamó loca. —Leila, ¿no tienes suficiente con lo de Amar? ¿Ahora quieres cargar con los problemas de otros niños?—
—No entiendes, Lucía. Esto es lo único que le da alegría ahora— respondí entre lágrimas.
Mi madre guardó silencio. Solo me abrazó fuerte cuando fui a buscar los primeros libros viejos de mi infancia en su casa.
Empecé con una publicación en Facebook: «Ayúdame a juntar 15,000 libros para los niños del Hospital General». Al principio solo respondieron mis amigas del barrio: Mariana me llevó una caja de cuentos polvorientos; Doña Rosa, la vecina de la esquina, donó unos libros de colorear usados por sus nietos.
Pero pronto la noticia se esparció como pólvora. Un periodista local vino a entrevistarnos. Amar estaba débil pero sonrió para la cámara. —Quiero que todos los niños tengan historias bonitas mientras están aquí— dijo con voz temblorosa.
La respuesta fue abrumadora. Llegaron cajas desde escuelas rurales de Jalisco, paquetes anónimos desde Monterrey y hasta una donación de una editorial pequeña de Oaxaca. Cada libro era una promesa de esperanza.
Pero no todo era solidaridad. Un día, al regresar del hospital, encontré a Mauricio sentado en la sala con la mirada perdida.
—No puedo más, Leila— murmuró.—Siento que te estás olvidando de nosotros por este proyecto. Amar necesita a su mamá, no a una heroína—.
Me dolió escucharlo. ¿Estaba descuidando a mi familia por cumplir el sueño de mi hijo? Esa noche lloré en silencio junto a Amar, quien dormía profundamente tras otra ronda de quimio.
Las discusiones con Mauricio se volvieron frecuentes. Él quería que pasara más tiempo en casa; yo sentía que si abandonaba la campaña traicionaba la última ilusión de Amar. Mi hermana insistía en que estaba obsesionada y que debía prepararme para lo inevitable.
Pero cada vez que veía la sonrisa de Amar al recibir un nuevo libro, sabía que no podía rendirme.
Un día, mientras acomodábamos cajas en el hospital con ayuda de voluntarios, Amar tuvo una recaída grave. Lo llevaron a terapia intensiva y los médicos nos dijeron que debíamos prepararnos para lo peor.
Me senté junto a su cama y le tomé la mano. —Amar, ya casi llegamos a los quince mil— le susurré.—¿Me ayudas a contar los últimos?—
Él apenas pudo sonreír. —Prométeme que aunque yo no esté… vas a seguir juntando libros para otros niños—.
Sentí que el corazón se me rompía en mil pedazos. —Te lo prometo, hijo—.
Amar falleció esa madrugada. El mundo se volvió gris y silencioso. Durante días no quise ver a nadie ni saber nada del proyecto. Mauricio y yo apenas nos hablábamos; cada uno encerrado en su propio dolor.
Pero entonces llegaron al hospital tres camiones llenos de libros donados por escuelas de todo México. Los voluntarios me buscaron: —Leila, necesitamos tu ayuda para repartirlos—.
Recordé la promesa hecha a Amar y reuní fuerzas donde no sabía que tenía. Junto con Mauricio y decenas de voluntarios, llenamos las salas del hospital con cuentos, novelas y libros ilustrados. Los niños reían al recibirlos; algunos padres lloraban agradecidos.
La campaña siguió creciendo y pronto otros hospitales pidieron ayuda. Fundé una asociación: «Páginas para Amar». Cada libro entregado era un homenaje a mi hijo y un bálsamo para mi alma rota.
Hoy sigo luchando por ese sueño. A veces me pregunto si hice lo correcto al aferrarme tanto a esa promesa; si descuidé a mi familia o si realmente logré transformar el dolor en esperanza para otros.
¿Ustedes qué harían? ¿Hasta dónde llegarían por cumplir el último deseo de alguien a quien aman?