No sé cuánto cobra mi padre de pensión, y tampoco me importa: El viaje de un hijo desde la indiferencia hasta la comprensión
—¿Y tú sabes cuánto cobra tu padre de pensión? —me preguntó Marta, mi compañera de oficina, mientras removía el café con desgana.
Me quedé en blanco. No supe qué responder. La verdad es que nunca me había importado. Mi padre, Manuel, siempre fue una figura lejana, casi un mueble más en casa. Desde que murió mamá, cuando yo tenía dieciséis años, nuestra relación se volvió aún más fría, como si ambos hubiéramos decidido sobrevivir cada uno por su lado. Él se encerró en sus silencios y yo en mis estudios, luego en mi trabajo, luego en mi vida.
—No lo sé —respondí al fin, encogiéndome de hombros—. Supongo que lo suficiente para vivir.
Marta me miró con una mezcla de sorpresa y lástima. —Pues yo tengo que ayudar a mi madre con todo. No sé qué haría si no estuviera pendiente de ella.
Aquella conversación me persiguió durante días. ¿Era tan raro no saber nada de la vida de tu padre? ¿Tan grave? Me sentí incómodo, como si me hubieran pillado copiando en un examen. Pero enseguida lo aparté de mi mente. Tenía cosas más importantes que hacer: reuniones, informes, cenas con amigos, partidos del Atleti los domingos.
Una tarde, al salir del trabajo, recibí una llamada del número fijo de casa de mi padre. Dudé si cogerlo. Al final contesté.
—¿Sí?
—Álvaro, soy tu tía Carmen. Tu padre ha tenido una caída en la calle. Está bien, pero está en el hospital Gregorio Marañón. Deberías venir.
Sentí un nudo en el estómago. No por preocupación, sino por culpa. Hacía semanas que no le llamaba. Ni siquiera recordaba la última vez que habíamos hablado más de cinco minutos seguidos.
Cuando llegué al hospital, mi padre estaba sentado en la cama, mirando por la ventana con esa expresión ausente tan suya. Tenía un vendaje en la frente y el brazo en cabestrillo.
—Hola —dije, sin saber muy bien cómo acercarme.
Él giró la cabeza despacio y me miró como si le costara reconocerme.
—Hola, hijo.
Nos quedamos en silencio. El pitido de las máquinas y el murmullo de los pasillos llenaban el aire entre nosotros.
—¿Cómo te encuentras?
—Bien. Solo ha sido un susto —respondió, sin mirarme.
Me senté a su lado y busqué algo que decir. Nada salía. Pensé en lo poco que sabía de él: sus rutinas, sus amigos (si es que tenía), sus preocupaciones. Ni siquiera sabía cuánto cobraba de pensión, ni si llegaba a fin de mes.
—Papá… ¿necesitas algo? ¿Dinero?
Él sonrió con amargura.
—No te preocupes por eso. Siempre he sabido apañármelas solo.
Sentí una punzada de vergüenza. ¿Por qué nunca le había preguntado nada? ¿Por qué siempre había dado por hecho que él no necesitaba nada de mí?
Durante los días siguientes, fui a verle cada tarde al hospital. Poco a poco, empezamos a hablar más. Me contó historias de su juventud en Vallecas, de cuando trabajaba en la fábrica de coches y salía a tomar cañas con sus amigos después del turno. Me habló de mamá, de cómo se conocieron en una verbena de San Isidro y de cómo lloró cuando ella murió.
Una tarde, mientras le ayudaba a ponerse la chaqueta para dar un paseo por el pasillo, me soltó:
—¿Sabes por qué nunca te he contado nada? Porque pensé que no te interesaba. Y quizá tenía razón.
Me quedé helado. No supe qué decirle. Tenía razón: nunca me había interesado por él. Siempre había estado demasiado ocupado con mi vida, mis problemas, mis éxitos y fracasos.
Esa noche no pude dormir. Me di cuenta de que no solo ignoraba cuánto cobraba mi padre de pensión; ignoraba casi todo sobre él: sus miedos, sus sueños truncados, sus pequeñas alegrías cotidianas.
Cuando le dieron el alta, le propuse ir a su casa a ayudarle con las compras y las tareas del hogar mientras se recuperaba. Al principio se negó —»No quiero ser una carga»— pero al final aceptó a regañadientes.
En su piso descubrí un mundo desconocido: fotos antiguas en blanco y negro, cartas guardadas en una caja de galletas, facturas apiladas sobre la mesa del comedor. Descubrí también que su pensión apenas le daba para pagar el alquiler y los gastos básicos.
—¿Por qué no me lo dijiste? —le pregunté una tarde mientras revisábamos juntos las cuentas.
—¿Para qué? Tú tienes tu vida —respondió encogiéndose de hombros—. No quería molestarte.
Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿En qué momento nos habíamos convertido en dos extraños bajo el mismo techo?
Empecé a ayudarle con el dinero sin que se diera cuenta: pagaba alguna factura, llenaba la nevera cuando iba al súper… Pero sobre todo empecé a escucharle. A preguntarle cómo estaba, qué necesitaba, qué sentía.
Un día me confesó entre lágrimas que tenía miedo a quedarse solo, miedo a ser invisible para todos —incluso para mí.
Aquella confesión me rompió por dentro. Me di cuenta de que durante años había sido yo el invisible: invisible a sus necesidades, a su dolor, a su soledad.
Ahora intento estar más presente en su vida. Le llamo cada día, le visito los fines de semana, le llevo al parque para ver a los niños jugar y tomar un café juntos en la terraza del bar Manolo.
A veces pienso en todo el tiempo perdido y me duele el alma. Pero también creo que nunca es tarde para empezar de nuevo.
¿De verdad basta con preocuparnos solo por nuestra propia vida? ¿O tenemos una responsabilidad hacia quienes nos dieron todo sin pedir nada a cambio? ¿Cuántos secretos y silencios hay todavía entre nosotros y los que amamos?