Nunca quise ser una carga: ahora solo deseo que alguien llame a mi puerta

—¿Por qué no me llamas nunca, Lucía? —pregunté al teléfono, con la voz temblorosa, aunque intenté sonar firme.

Al otro lado, el silencio. Luego, un suspiro. —Mamá, sabes que tengo mucho trabajo… Los niños, la casa… Ya sabes cómo es esto.

Colgué antes de que pudiera escuchar otra excusa. Me quedé mirando el móvil, como si de repente fuera a vibrar y todo cambiara. Pero no. El reloj marcaba las siete y media de la tarde y la casa estaba tan silenciosa como siempre. Me levanté despacio del sofá, con ese dolor sordo en la cadera que me acompaña desde hace años, y fui a la cocina. Puse agua a hervir para un té. El vapor empañó el cristal de la ventana y, por un momento, me vi reflejada: el pelo canoso recogido en un moño desordenado, las arrugas profundas en la frente, los ojos cansados.

Siempre fui así. Fuerte. Autosuficiente. Cuando tenía treinta años y dos hijos pequeños, me levantaba a las cinco de la mañana para prepararles el desayuno, vestirles, llevarles al colegio antes de irme a trabajar en la panadería del barrio. Por las tardes, compras, deberes, lavadoras, comidas… Nunca pedí ayuda. Ni a mi marido, ni a mis padres, ni a nadie. «No quiero ser una carga para nadie», repetía como un mantra. «Cuando sea vieja, no quiero que mis hijos tengan que cuidarme».

Ahora me doy cuenta de lo irónico que es todo esto.

La casa está llena de recuerdos: los dibujos torcidos de Lucía pegados en la nevera, el cochecito de juguete de Sergio aún guardado en el armario del pasillo. Pero ellos ya no están aquí. Lucía vive en Madrid con su familia; Sergio se fue a Barcelona y apenas llama una vez al mes. Mi marido, Antonio, murió hace seis años. Desde entonces, el tiempo se ha vuelto denso y pegajoso; los días se arrastran como si fueran semanas.

A veces escucho pasos en el rellano y me ilusiono pensando que alguien va a llamar a mi puerta. Pero nunca es para mí.

El otro día bajé al supermercado y me encontré con Carmen, mi vecina del tercero. —¿Qué tal estás, Rosario? —me preguntó con esa sonrisa amable que siempre parece un poco forzada.

—Bien —mentí—. Ya sabes, tirando.

—Si necesitas algo…

—No te preocupes —la interrumpí—. Estoy acostumbrada a apañármelas sola.

Carmen asintió y se fue deprisa. Me quedé allí, junto a las cajas de leche, sintiéndome ridícula por mi orgullo absurdo.

Por las noches, cuando la televisión es solo un murmullo lejano y las luces de la calle se apagan una a una, me asalta el miedo. ¿Y si me caigo? ¿Y si me pasa algo? Nadie lo sabría hasta días después. Pero enseguida reprimo esos pensamientos. «No seas tonta, Rosario», me digo. «Tú puedes con esto».

El domingo pasado fue el cumpleaños de Sergio. Le mandé un mensaje temprano: «Feliz cumpleaños, hijo. Te quiero». No respondió hasta las ocho de la tarde: «Gracias, mamá. Un beso». Ni una llamada. Ni una foto de sus hijos.

Me senté en la mesa del comedor y lloré en silencio. No por él, ni por Lucía, ni siquiera por Antonio. Lloré por mí misma, por esta soledad que nunca quise admitir.

Recuerdo cuando Lucía tenía fiebre y pasaba las noches en vela junto a su cama; o cuando Sergio se rompió el brazo jugando al fútbol y yo corrí al hospital sin pensarlo dos veces. Siempre estuve ahí para ellos. ¿Por qué ahora siento que nadie está aquí para mí?

El otro día llamé a Lucía otra vez. —Mamá —me dijo—, ¿por qué no te vienes unos días con nosotros? Los niños estarían encantados.

—No quiero molestar —respondí automáticamente.

—No molestas —insistió ella—. Pero tienes que decírmelo tú.

Colgué y me quedé mirando la pared durante minutos enteros. ¿Por qué me cuesta tanto pedir ayuda? ¿Por qué este orgullo absurdo?

A veces pienso en apuntarme al centro de mayores del barrio. Carmen dice que hacen talleres de pintura y excursiones al campo. Pero siempre encuentro una excusa para no ir: que si hace frío, que si tengo que limpiar la casa… La verdad es que tengo miedo de reconocer ante otros lo sola que estoy.

Esta mañana he abierto el armario y he encontrado una caja llena de cartas antiguas: postales de mis hijos desde campamentos de verano, notas de Antonio cuando aún éramos jóvenes y todo parecía posible. Las leí una a una y sentí una punzada en el pecho: nostalgia mezclada con arrepentimiento.

Quizá he sido demasiado dura conmigo misma y con los demás. Quizá ese afán por no ser una carga ha terminado alejando a quienes más quería.

Esta noche he dejado la puerta del salón entreabierta, como si eso pudiera invitar a alguien a entrar. He preparado dos tazas de té en vez de una y he puesto música bajita en la radio. No sé si mañana alguien llamará a mi puerta; no sé si tendré el valor de llamar yo primero.

Pero sí sé que ya no quiero seguir fingiendo que puedo con todo sola.

¿De qué sirve tanto orgullo si al final lo único que queda es el eco de tu propia voz? ¿Cuántas veces más dejaré pasar la oportunidad de pedir ayuda antes de quedarme completamente sola?