Olvidada por Todos: El Testamento de la Abuela Carmen

—¿Sabes lo que duele más que la artrosis, Lucía? —me preguntó mi abuela Carmen, con la voz rota y los ojos fijos en la lluvia que golpeaba los cristales del salón—. Que te olviden los tuyos.

Yo tenía diecisiete años y acababa de llegar del instituto, empapada y cansada, pero sus palabras me atravesaron como un cuchillo. Mi madre, Pilar, apenas pasaba por casa; mi tío Antonio vivía en Madrid y sólo llamaba en Navidad; mi prima Marta ni siquiera recordaba el cumpleaños de la abuela. Y yo… yo era la única que aún compartía con ella las tardes de invierno, los paseos al mercado y las historias de cuando Franco era sólo una sombra en las paredes.

Aquel día, Carmen me entregó un sobre amarillo. “Cuando ya no esté, dáselo a tu madre”, me dijo. No supe qué decir. El sobre pesaba más que cualquier libro de texto: era el testamento de mi abuela.

Durante meses, guardé el secreto. Nadie parecía notar el deterioro de Carmen: sus pasos cada vez más cortos, su mirada perdida en las fotos antiguas del salón. Mi madre siempre tenía prisa: “Lucía, ponle la cena a la abuela, que llego tarde”. Mi tío Antonio sólo preguntaba por WhatsApp si necesitábamos algo de dinero. Marta subía selfies a Instagram desde su piso compartido en Salamanca, pero nunca preguntaba por su abuela.

Una tarde de marzo, Carmen no se levantó de la cama. El médico dijo que era cuestión de días. Mi madre lloró en silencio, pero no dejó de mirar el móvil ni un solo minuto. Antonio llegó al pueblo dos días después, con prisas y un ramo de flores marchitas del aeropuerto. Marta apareció al tercer día, con ojeras y sin saber muy bien qué decir.

La casa se llenó de silencios incómodos y reproches velados. Nadie quería hablar del testamento, pero todos lo pensaban. Yo sentía rabia y tristeza: ¿por qué ahora todos parecían tan preocupados por Carmen?

La noche antes de morir, mi abuela me llamó a su lado. “No llores por mí, Lucía. Llora por los que se quedan vacíos”, susurró. Me apretó la mano con una fuerza inesperada y cerró los ojos para siempre.

El funeral fue frío y breve. Apenas unas vecinas del barrio y los cuatro miembros de nuestra familia. Después, llegó el momento del testamento.

Mi madre abrió el sobre con manos temblorosas. Leyó en voz alta:

“Dejo mi casa a Lucía, porque fue la única que me acompañó cuando todos los demás se olvidaron de mí. A Pilar y Antonio les dejo mis recuerdos; a Marta, mis cartas sin respuesta.”

El silencio fue absoluto. Mi madre rompió a llorar, Antonio apretó los puños y Marta bajó la cabeza avergonzada.

—¡Esto es injusto! —gritó mi madre—. ¡Yo he cuidado de ti toda la vida!

—¿Cuidar? —dije yo, sin poder contenerme—. ¿O dejarla sola mientras tú hacías tu vida?

Antonio intentó mediar:

—Mamá siempre quiso lo mejor para todos…

Pero nadie escuchaba ya. La herencia se convirtió en una guerra fría: discusiones sobre quién pagaría el IBI, quién se quedaría con las joyas antiguas, quién tenía derecho a las fotos familiares.

Durante semanas, la casa se llenó de abogados, notarios y reproches. Mi madre dejó de hablarme; Antonio volvió a Madrid sin despedirse; Marta me bloqueó en todas las redes sociales.

Yo me quedé sola en la casa de Carmen, rodeada de sus cosas y su ausencia. Cada noche releía su testamento y lloraba por todo lo que habíamos perdido: no sólo una abuela, sino también la oportunidad de ser una familia unida.

A veces me pregunto si el olvido es una enfermedad hereditaria en España: abuelos solos en pisos antiguos, hijos ocupados con hipotecas y trabajos precarios, nietos distraídos por pantallas luminosas.

¿De verdad merecemos heredar algo si no sabemos cuidar lo que tenemos? ¿Cuántos abuelos más tendrán que escribir testamentos llenos de reproche antes de que aprendamos a mirarles a los ojos?

¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez ese vacío cuando alguien importante se va sin haber sido escuchado?