Perdóname, abuela, por haberte olvidado

—¿Sabes que tu abuela lleva tres días sin probar bocado?— La voz de Carmen, mi vecina, me atravesó como un cuchillo mientras yo salía del supermercado, las bolsas llenas de comida precocinada y prisas. Me quedé paralizada en la acera, con el sol de Madrid pegándome en la cara y el corazón encogido. No supe qué decir. Ni siquiera recordaba la última vez que había llamado a la abuela Pilar.

La culpa me golpeó de lleno. ¿En qué momento me había convertido en esa nieta ausente? ¿Cuándo fue la última vez que me senté a escuchar sus historias de cuando era niña en Toledo, o a tomar un café con leche y magdalenas en su cocina? Me subí al coche casi sin pensar, dejando las bolsas en el asiento trasero. El tráfico de la M-30 era un caos, pero nada comparado con el desorden que sentía por dentro.

Al llegar a su portal, subí corriendo las escaleras. El ascensor llevaba meses estropeado y nadie en la comunidad parecía tener prisa por arreglarlo. Llamé a la puerta con los nudillos temblorosos. Tardó en abrir. Cuando lo hizo, vi a una mujer encogida, con el pelo más blanco que nunca y los ojos apagados.

—¿Lucía?—susurró, como si no estuviera segura de reconocerme.

—Abuela…

Entré y la abracé. Olía a colonia Nenuco y a soledad. La mesa del comedor estaba vacía salvo por una taza de café frío y un trozo de pan duro. Sentí una punzada en el pecho.

—¿Por qué no has comido?—pregunté, intentando no sonar acusadora.

Ella se encogió de hombros.—No tenía hambre… y tampoco fuerzas para bajar a comprar. Ya sabes que las piernas me fallan.

Me senté a su lado y le cogí la mano. Tenía la piel fina como el papel y las venas marcadas.—Lo siento, abuela. He estado tan liada con el trabajo, los niños…

—No pasa nada, hija. Todos tenéis vuestra vida.—Pero sus ojos decían otra cosa.

Me levanté y fui directa a la cocina. Abrí la nevera: solo había un yogur caducado y una botella de agua casi vacía. Sentí rabia conmigo misma. ¿Cómo podía haber dejado que llegara a esto?

Preparé una tortilla francesa y una sopa rápida. Mientras comía despacio, me contó que desde que murió el abuelo Antonio, la casa se le hacía enorme y silenciosa. Que mis tíos apenas venían porque viven en Valencia y mi madre… bueno, mi madre y ella nunca se llevaron bien desde aquella pelea por la herencia.

—¿Y tú?—me preguntó de repente.—¿Por qué has tardado tanto en venir?

No supe qué responder. ¿Qué le iba a decir? ¿Que entre el trabajo en la gestoría, los deberes de los niños, las reuniones del AMPA y las compras online no encontraba ni un minuto para ella? ¿Que prefería no enfrentarme al dolor de verla hacerse mayor?

Esa noche me quedé a dormir en su casa. Me costó conciliar el sueño en el viejo sofá del salón, rodeada de fotos familiares: mi primera comunión, las vacaciones en Benidorm, las Navidades todos juntos antes de que todo se rompiera. Recordé cómo mi abuela me enseñaba a hacer croquetas y cómo reíamos cuando se nos quemaban.

A la mañana siguiente llamé a mi madre.—Mamá, tenemos que hablar.—Le conté lo de la abuela.

—Siempre igual, Lucía. Yo ya hice bastante por ella.—Su voz era fría.

—No podemos dejarla sola.—Insistí.

—Haz lo que quieras.—Colgó.

Sentí una mezcla de rabia e impotencia. ¿Por qué las heridas familiares duran tanto? ¿Por qué nos cuesta tanto perdonar?

Durante semanas intenté organizarme para visitarla más a menudo. Llevaba a los niños los sábados; al principio protestaban porque preferían ir al parque o jugar a la consola, pero poco a poco fueron cogiéndole cariño otra vez. Mi hijo mayor incluso le pidió que le enseñara a jugar al parchís.

Un día encontré a la abuela llorando en silencio delante del televisor apagado.—¿Qué te pasa?—le pregunté.

—Echo de menos cuando la casa estaba llena.—Me miró con una tristeza infinita.—Antes veníais todos… ahora solo quedo yo.

Me senté a su lado y lloramos juntas. Me di cuenta de que no solo era culpa mía: todos habíamos dejado que el tiempo y los rencores nos separaran.

Empecé a llamar a mis tíos más a menudo. Les propuse hacer una comida familiar una vez al mes en casa de la abuela. Al principio hubo reticencias: viejas disputas por dinero, malentendidos nunca aclarados… Pero poco a poco fuimos cediendo terreno al cariño.

La primera comida fue un desastre: mi madre llegó tarde y apenas habló con mi tía Carmen; mi primo Sergio se pasó todo el rato mirando el móvil; los niños discutieron por quién se sentaba junto a la abuela. Pero cuando sacamos el flan casero que ella había hecho con ayuda mía, todos sonrieron por primera vez en mucho tiempo.

Las semanas siguientes fueron mejores. Aprendimos a escucharnos más y reprocharnos menos. A veces bastaba con compartir un café o ver juntos una película antigua para sentirnos familia otra vez.

Un día, mientras paseábamos por el Retiro empujando la silla de ruedas de la abuela, me miró y dijo:

—Gracias por no rendirte conmigo.

Me quedé callada un momento.—Perdóname tú por haberte olvidado.—Le apreté la mano.

Ahora sé que nunca recuperaré el tiempo perdido, pero sí puedo construir nuevos recuerdos. He aprendido que la familia no es perfecta ni eterna; es frágil como el cristal y hay que cuidarla cada día.

A veces me pregunto: ¿Cuántos abuelos hay solos en sus casas esperando una llamada? ¿Cuánto daño hacen los silencios y las prisas? ¿De verdad estamos tan ocupados como para olvidar lo esencial?