Principios que Rompen Familias: La Historia de Un Yerno Inquebrantable
—¡Otra vez, Lucía! ¿Pero cómo es posible? —grité sin poder contenerme, mientras mi hija se encogía de hombros, con los ojos llenos de lágrimas. El eco de mi voz retumbó en la cocina, donde el aroma del café se mezclaba con la tensión que flotaba en el aire.
Lucía se sentó a mi lado, temblorosa. —Mamá, Álvaro no podía quedarse callado. Lo que hacían en esa empresa era injusto. ¿Cómo va a mirar para otro lado?
Sentí una punzada en el pecho. No era la primera vez que escuchaba esa excusa. Desde que Lucía se casó con Álvaro, hace ya cinco años, he visto cómo mi hija pasa de la ilusión a la angustia cada vez que él pierde un trabajo. Siempre por lo mismo: sus principios. Álvaro no tolera las injusticias, ni los favoritismos, ni los abusos de poder. Pero tampoco tolera callarse cuando ve algo mal, aunque eso signifique quedarse en la calle.
Recuerdo la primera vez que me lo presentaron. Era un chico encantador, con una sonrisa franca y una mirada intensa. Me habló de sus sueños de cambiar el mundo, de luchar contra la corrupción y de no dejarse pisotear nunca. Yo pensé que era idealista, pero noble. Ahora, años después, ese idealismo se ha convertido en una pesadilla para nuestra familia.
—¿Y ahora qué vais a hacer? —pregunté, intentando sonar menos dura de lo que me sentía.
Lucía bajó la cabeza. —Buscará otro trabajo. Yo… yo intentaré hacer más horas en la tienda.
Me mordí el labio para no decir lo que pensaba: que mi hija estaba agotada, que no podía seguir así, que merecía algo mejor. Pero ¿cómo decirle eso sin herirla?
Esa noche, mientras cenábamos los tres —porque Álvaro seguía viviendo en mi casa desde que no podían pagar el alquiler—, el silencio era espeso como una sopa mal hecha. Álvaro apenas probó bocado. De repente, dejó caer el tenedor y me miró con esos ojos suyos tan llenos de fuego.
—Sé lo que piensas, Carmen —dijo—. Que soy un inútil, que no sirvo para nada porque no aguanto las injusticias.
Me quedé helada. No esperaba esa sinceridad brutal.
—No es eso… —balbuceé—. Es solo que…
—¿Que debería tragar y callarme? ¿Aguantar que exploten a mis compañeros? ¿Que despidan a la gente sin motivo?
Lucía le cogió la mano con fuerza. —Álvaro…
Él suspiró y se levantó de la mesa. —Prefiero dormir en el sofá esta noche.
Vi cómo mi hija se deshacía en lágrimas silenciosas. Me acerqué y la abracé fuerte.
—Hija, yo solo quiero verte feliz…
—Lo soy, mamá —mintió ella—. Solo que a veces es difícil.
Los días pasaron y Álvaro empezó a buscar trabajo otra vez. Pero cada entrevista era un suplicio: o le preguntaban por sus anteriores empleos y él respondía con honestidad brutal —demasiada honestidad— o simplemente no le llamaban más.
Mientras tanto, Lucía trabajaba jornadas interminables en la tienda del barrio. Yo intentaba ayudarles como podía: les preparaba tuppers, les pagaba alguna factura atrasada… pero sentía que todo era un parche sobre una herida que no dejaba de sangrar.
Una tarde, mientras doblaba ropa en la tienda, Lucía me llamó llorando.
—Mamá… Álvaro ha discutido con el encargado del supermercado donde hacía una prueba. Le han dicho que no vuelva.
No supe qué decirle. Me sentí impotente y furiosa a la vez. ¿Hasta cuándo iba a durar esto? ¿Cuánto más iba a soportar mi hija?
Esa noche decidí hablar con Álvaro cara a cara. Lo encontré sentado en el balcón, fumando un cigarro y mirando las luces de Madrid como si buscara respuestas entre los tejados.
—Álvaro —empecé—, ¿de verdad crees que puedes cambiar el mundo así?
Él me miró con tristeza. —No lo sé, Carmen. Pero si cedo ahora… ¿qué me queda? ¿Qué le dejo a Lucía? ¿Un hombre sin principios?
—¿Y si tus principios os llevan a la ruina? ¿Y si pierdes a Lucía por ellos?
Se quedó callado mucho rato. Luego apagó el cigarro y murmuró:
—Prefiero perderlo todo antes que perderme a mí mismo.
Me fui a la cama esa noche con el corazón hecho trizas. No podía dormir pensando en mi hija, en ese hombre al que amaba tanto y que parecía incapaz de adaptarse al mundo real.
Los meses pasaron y la situación empeoró. Las facturas se acumulaban, Lucía empezó a enfermar del estrés y yo sentía que mi familia se desmoronaba delante de mis ojos. Intenté hablar con ella muchas veces:
—Hija, tienes derecho a ser feliz…
Pero ella siempre me respondía lo mismo:
—Mamá, yo elegí a Álvaro porque es así. No puedo pedirle que cambie.
Una tarde de otoño, cuando las hojas caían sobre la Gran Vía y el aire olía a castañas asadas, Lucía llegó a casa con los ojos hinchados.
—Mamá… creo que necesito tiempo para pensar —me dijo—. Me voy unos días a casa de Marta.
La abracé fuerte y sentí cómo se me rompía algo por dentro.
Esa noche Álvaro llegó tarde y al ver la habitación vacía se desplomó en el suelo del pasillo. Lloró como un niño perdido y yo me senté a su lado sin saber qué decirle.
—Carmen… he perdido todo por mis principios —susurró—. ¿De qué sirve tener razón si estoy solo?
No supe responderle entonces ni sé responderme ahora.
Hoy escribo esto mientras espero noticias de mi hija y veo a Álvaro intentando recomponerse entre las ruinas de sus ideales. Me pregunto si hay un punto medio entre ser fiel a uno mismo y cuidar de los que amas.
¿Hasta dónde deben llegar los principios? ¿Vale la pena perderlo todo por ellos? ¿O hay momentos en los que ceder es también un acto de amor?