Siempre creí que tenía una amiga: hasta que descubrí que solo era una solución cómoda para ella
—¿Sabes lo que más me duele, Lucía? —le pregunté con la voz temblorosa, mientras el eco de mi confesión flotaba en el salón vacío de su piso en Vallecas—. Que nunca pensé que tendría que dudar de ti.
Ella no me miró. Siguió removiendo el café con la cucharilla, como si el azúcar pudiera disolver también mis palabras. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales y yo sentía cómo cada gota caía también sobre mi pecho, pesado y frío.
Siempre creí que la amistad era un refugio. Que con Lucía podía ser yo misma, sin miedo a mostrar mis heridas ni mis sueños más absurdos. Nos conocimos en el instituto, cuando ambas éramos dos adolescentes inseguras, buscando un lugar en el mundo. Compartimos tardes de estudio, confidencias sobre chicos y promesas de futuro. «Siempre juntas», decíamos.
Pero la vida, como la lluvia de Madrid, a veces te sorprende con tormentas inesperadas.
Todo empezó a cambiar cuando conseguí aquel trabajo en la editorial del centro. Lucía llevaba meses en paro y yo, ingenua, le propuse recomendarla para una vacante. «Eres la mejor redactora que conozco», le aseguré. Ella sonrió, pero sus ojos no brillaron como antes.
Pasaron las semanas y noté cómo su tono se volvía más seco, sus mensajes más escuetos. Ya no quedábamos para ver películas ni pasear por el Retiro. Cuando le preguntaba si le pasaba algo, siempre respondía lo mismo: «Nada, estoy liada».
Una tarde de sábado, decidí ir a buscarla sin avisar. Su madre me abrió la puerta con esa sonrisa cansada de quien ha visto demasiadas discusiones. «Está en su cuarto», me dijo. Subí las escaleras y escuché voces detrás de la puerta entreabierta.
—…es que Marta solo me busca cuando le conviene —decía Lucía—. Siempre ha sido así. Cuando necesita algo, ahí está, pero cuando soy yo la que necesita apoyo… desaparece.
Sentí un golpe en el estómago. ¿De verdad pensaba eso de mí? Retrocedí sin hacer ruido y bajé corriendo las escaleras. En la calle, la lluvia ya era tormenta.
Esa noche no dormí. Repasé cada conversación, cada gesto, buscando señales que nunca vi. ¿Había sido tan mala amiga? ¿O era ella quien nunca me valoró realmente?
Al día siguiente, Lucía me escribió: «¿Quedamos para tomar un café?». Dudé, pero acepté. Necesitaba respuestas.
El encuentro fue frío. Hablamos del tiempo, del trabajo, de cualquier cosa menos de lo importante. Hasta que no aguanté más.
—¿Por qué dijiste eso de mí? —pregunté de golpe—. Te escuché ayer.
Lucía se quedó helada. Bajó la mirada y murmuró:
—No sé… supongo que a veces siento que solo soy útil para ti cuando te conviene.
—¿Y tú? —repliqué—. ¿Nunca has pensado que yo también necesito sentirme querida?
El silencio se hizo eterno. Vi pasar por su rostro todas las emociones: rabia, tristeza, vergüenza.
—Mira, Marta —dijo al fin—. No sé cuándo empezó esto. Quizá fue cuando conseguiste ese trabajo y yo seguía estancada. Me sentí sola, desplazada… Y sí, a veces he pensado que solo soy una solución cómoda para ti.
Las palabras me dolieron como un puñal. Pero también entendí algo: ambas habíamos fallado.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Mi madre notó mi tristeza y trató de animarme:
—Las amigas van y vienen, hija —me dijo mientras preparaba una tortilla de patatas—. Pero tú tienes que aprender a quererte primero.
Mi hermana pequeña se burló:
—¿Ves? Por eso yo solo confío en mis gatos.
Pero yo no quería resignarme a perder a Lucía ni a vivir desconfiando de todos. Así que le propuse hablar una vez más, sin reproches ni máscaras.
Nos sentamos en un banco del parque del barrio, rodeadas de niños jugando y abuelos paseando perros.
—Quizá hemos sido injustas la una con la otra —empecé—. Yo he dado por hecho muchas cosas y tú también.
Lucía asintió, con lágrimas en los ojos.
—No quiero perderte —susurró—. Pero tampoco quiero seguir fingiendo que todo está bien cuando no lo está.
Nos abrazamos largo rato, llorando como dos niñas asustadas ante el mundo adulto.
Hoy nuestra relación es distinta. No perfecta, pero más honesta. Hemos aprendido a decir lo que sentimos y a pedir perdón cuando hace falta. A veces echo de menos la inocencia de antes, pero sé que ahora somos más fuertes.
A veces me pregunto: ¿Cuántas amistades se rompen por no hablar a tiempo? ¿Cuántas verdades callamos por miedo a perder al otro? ¿Y si aprender a ser vulnerables es el verdadero secreto para no estar solos?