Soledad en el bloque: El relato de Carmen Sánchez

—¿Has visto cómo va vestida hoy Carmen? —susurró Marisa a su amiga, justo cuando yo cruzaba el portal con la bolsa del Mercadona. Fingí no escuchar, pero las palabras me golpearon como piedras. Desde que Alfonso se marchó hace seis meses, mi vida se ha convertido en un desfile de miradas furtivas y cuchicheos en el bloque de la calle Sierra de Guadalupe.

Aquel día, el ascensor estaba averiado otra vez. Subí los cinco pisos a pie, con las piernas temblando y el corazón aún más. Al llegar a casa, me encontré con Lucía, mi hija de diecisiete años, sentada en el sofá con los auriculares puestos, ignorando mi presencia como si fuera un fantasma.

—Lucía, ¿quieres cenar algo? —pregunté con voz suave.

Ella ni se inmutó. Me acerqué y le toqué el hombro. Se quitó un auricular y me miró con fastidio.

—¿Qué?

—Nada, solo quería saber si tenías hambre.

—Ya he comido —respondió seca, volviendo a su mundo de música y pantallas.

Me encerré en la cocina y apoyé la frente contra los azulejos fríos. Recordé cuando Lucía era pequeña y me abrazaba al llegar del colegio. Ahora, apenas me reconoce. Todo cambió desde que Alfonso decidió irse con otra mujer, una compañera del trabajo mucho más joven. El día que hizo las maletas, ni siquiera me miró a los ojos.

En el bloque, los rumores crecieron como la humedad en las paredes. «Que si Carmen no supo cuidar a su marido», «que si seguro que algo habrá hecho». La peor parte era la soledad: los amigos comunes dejaron de llamarme, y hasta mi madre, desde Albacete, solo me preguntaba si ya había perdonado a Alfonso.

Una tarde de domingo, mientras intentaba arreglar el grifo que goteaba sin parar, sonó el timbre. Era Pilar, la vecina del cuarto.

—Carmen, ¿puedo pasar un momento? —dijo con voz baja.

La dejé entrar. Se sentó en la mesa de la cocina y me miró con una mezcla de lástima y complicidad.

—Sé que no es fácil lo que estás pasando —empezó—. Pero tienes que salir más. No puedes dejar que te hundan los chismes.

—¿Y cómo? Si cada vez que bajo al portal siento que todos me juzgan —contesté, conteniendo las lágrimas.

Pilar me cogió la mano.

—A mí también me dejaron sola cuando murió mi marido. Pero aprendí a no depender de lo que piensen los demás. Vente conmigo al centro cultural este jueves. Hay un taller de cerámica. Te vendrá bien distraerte.

Acepté casi por compromiso, pero esa noche no pude dormir pensando en cómo sería volver a hacer algo solo para mí. Al día siguiente, mientras recogía la ropa tendida en la azotea, vi a Alfonso al otro lado de la calle. Iba cogido de la mano de esa mujer rubia. Sentí rabia, vergüenza y una punzada de celos. ¿Por qué él podía rehacer su vida tan fácilmente mientras yo seguía atrapada en este bloque gris?

El jueves llegó y fui al taller con Pilar. Al principio me sentí fuera de lugar entre señoras sonrientes y charlas sobre nietos y viajes del Imserso. Pero cuando metí las manos en el barro y empecé a moldear una pequeña taza, sentí algo parecido a la paz por primera vez en meses.

Al salir del centro cultural, Pilar me invitó a tomar un café en el bar de la esquina.

—¿Ves? No ha estado tan mal —me dijo guiñando un ojo.

Reí tímidamente. Esa noche, Lucía llegó más tarde de lo habitual. Cuando entró en casa, olía a tabaco y llevaba los ojos rojos.

—¿Dónde has estado? —pregunté preocupada.

—Por ahí —respondió encogiéndose de hombros.

—Lucía, no puedes seguir así. Me tienes preocupada.

Ella explotó:

—¡Tú no entiendes nada! ¡Desde que papá se fue todo es una mierda!

Se encerró en su cuarto dando un portazo. Me quedé sola en el pasillo, temblando. Me senté en el suelo y lloré hasta quedarme sin fuerzas.

Pasaron semanas así: silencios largos, cenas frías y miradas esquivas en el ascensor. Pero poco a poco empecé a ir más al taller de cerámica. Hice nuevas amigas: Rosario, que cuidaba a su nieto mientras su hija trabajaba; Teresa, divorciada desde hacía años; y Ana, una joven madre soltera que luchaba por sacar adelante a su hijo autista.

Un día, Lucía llegó a casa llorando. Se había peleado con una amiga del instituto y no sabía a quién acudir. Por primera vez en mucho tiempo se sentó a mi lado y apoyó la cabeza en mi hombro.

—Mamá… lo siento —susurró entre sollozos.

La abracé fuerte y lloramos juntas. Sentí que algo se rompía y se reconstruía al mismo tiempo dentro de mí.

Con el tiempo, aprendí a ignorar los rumores del bloque. Empecé a salir más: paseos por el Retiro los domingos, cine con Pilar o simplemente leer un libro en la terraza mientras caía la tarde sobre Madrid.

Alfonso intentó volver una noche borracho, tocando al timbre y suplicando perdón. Le cerré la puerta sin dudarlo. Por primera vez sentí que tenía el control sobre mi vida.

Ahora Lucía y yo hablamos más. No es fácil; hay días grises y noches largas. Pero hemos aprendido a apoyarnos mutuamente y a buscar pequeñas alegrías entre las grietas del dolor.

A veces me pregunto si realmente es posible cambiar o si solo aprendemos a vivir con las cicatrices. ¿De verdad podemos reinventarnos o simplemente nos adaptamos para sobrevivir? ¿Vosotros qué pensáis?