¿Tendré que demostrar siempre mi inocencia? – Bajo la sombra de mi familia
—¡No mientas más, Diego! —La voz de mi madre retumbó en la cocina, tan fría como el mármol de la encimera. Mi padre, sentado en la cabecera, ni siquiera levantó la vista del plato. Mi hermana Lucía me miraba con esos ojos grandes, llenos de miedo y desconfianza. Yo tenía apenas trece años, pero sentí que el mundo entero se me venía encima.
Todo empezó con una mentira pequeña, una confusión absurda. El reloj de oro de mi abuelo desapareció el día de la comunión de Lucía. Nadie lo vio, nadie escuchó nada, pero cuando mi tía Carmen preguntó por él, todas las miradas se clavaron en mí. «Diego estaba solo en el salón», murmuró alguien. Y así, sin pruebas, sin preguntas, fui condenado.
Desde entonces, cada gesto mío era sospechoso. Si faltaba dinero del monedero, si se rompía un jarrón, si alguien perdía algo en casa, siempre era yo el culpable. «¿Dónde lo has puesto, Diego?», «¿Por qué no dices la verdad?», «No nos hagas esto». Mi madre lloraba por las noches y mi padre dejó de hablarme salvo para darme órdenes secas. Lucía se alejaba cada vez más; ya no jugábamos juntos en el parque del barrio ni compartíamos secretos bajo las sábanas.
En el colegio del pueblo, los rumores volaron más rápido que las golondrinas en primavera. «El ladrón de los García», decían los chicos mayores. Me empujaban en el recreo y nadie quería sentarse a mi lado en clase. La profesora de Lengua, doña Mercedes, intentó defenderme una vez: «No juzguéis sin pruebas». Pero su voz se perdió entre las risas y los cuchicheos.
A veces soñaba con irme lejos, muy lejos, donde nadie supiera mi nombre ni la historia del reloj desaparecido. Pero cada mañana despertaba en la misma habitación, con las paredes llenas de pósters de futbolistas y el aire denso de sospecha.
Pasaron los años y aprendí a vivir con esa carga. Me volví silencioso, casi invisible. Ayudaba en casa más que nadie: barría, fregaba, hacía la compra para mi abuela Pilar. Pero nada bastaba para limpiar mi nombre. En las reuniones familiares, mi tía Carmen aún me miraba con desdén y susurraba cosas al oído de mi primo Álvaro.
Un día, cuando tenía diecisiete años, encontré a Lucía llorando en su habitación. Había perdido un anillo que le regaló nuestro abuelo antes de morir. Me acerqué para consolarla y ella me apartó bruscamente.
—No me toques —dijo entre sollozos—. Seguro que tú sabes dónde está.
Sentí una rabia sorda y una tristeza infinita. ¿Hasta cuándo iba a durar este castigo? Salí de casa dando un portazo y caminé sin rumbo por las calles del pueblo. Pasé por la plaza mayor, donde los viejos jugaban a las cartas y las mujeres charlaban sentadas al sol. Sentí sus miradas clavadas en mi espalda.
Esa noche no volví a casa. Dormí en un banco del parque, temblando de frío y rabia. Pensé en marcharme a Madrid, buscar trabajo y empezar de cero. Pero algo me retenía: una mezcla de orgullo y miedo.
Al amanecer, regresé a casa. Mi madre estaba en la cocina, con los ojos hinchados de tanto llorar.
—¿Dónde has estado? —preguntó con voz rota.
—Fuera —respondí seco—. No te preocupes, no he robado nada.
Ella bajó la cabeza y murmuró:
—No sé qué hacer contigo, Diego…
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Nadie hablaba del anillo perdido, pero todos me miraban como si llevara la culpa tatuada en la frente.
Un sábado por la tarde, mientras ayudaba a mi abuela Pilar a limpiar su trastero, encontré una caja polvorienta llena de cosas viejas. Entre papeles amarillentos y fotos descoloridas, apareció el reloj de oro de mi abuelo. Estaba envuelto en un pañuelo azul, escondido detrás de unos libros.
Me quedé helado. ¿Cuántos años llevaba allí? ¿Por qué nadie lo había buscado antes? Corrí a casa con el reloj en la mano y lo puse sobre la mesa del salón.
—¡Mirad! —grité—. ¡Aquí está el reloj!
Mi madre se tapó la boca con las manos y empezó a llorar. Mi padre se quedó pálido y Lucía bajó la mirada avergonzada. Nadie dijo nada durante un largo rato.
Al fin, mi padre murmuró:
—Lo siento, hijo…
Pero esas palabras no borraron los años de sospechas ni el dolor acumulado. El reloj estaba allí, sí, pero mi infancia ya no volvería jamás.
Con el tiempo, las cosas mejoraron un poco. Mi madre intentó acercarse a mí; Lucía me pidió perdón entre lágrimas; incluso mi tía Carmen dejó de mirarme con desprecio. Pero algo dentro de mí se había roto para siempre.
Ahora tengo veinticinco años y vivo en Madrid. Trabajo en una librería pequeña cerca del Retiro y apenas vuelvo al pueblo en Navidad. A veces me pregunto si alguna vez podré dejar atrás esa sombra que me persigue desde niño.
¿Es posible perdonar de verdad cuando te han hecho tanto daño? ¿O estamos condenados a cargar siempre con las culpas que otros nos imponen?