Tres veces madre en un año: Mi lucha, mi fuerza
—¿Otra vez, Lucía? ¿No tienes vergüenza? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo, tan fría y cortante como el viento de enero en Valladolid. Yo, con la barriga apenas abultada y los ojos hinchados de llorar, no supe qué responder. Mi hija mayor, Carmen, apenas tenía nueve meses y ya estaba embarazada de nuevo. Nadie en mi familia podía entenderlo, ni siquiera yo.
Mi marido, Antonio, trabajaba en la obra y llegaba tarde, siempre cansado, siempre con la mirada perdida. Cuando le di la noticia del segundo embarazo, se quedó callado, como si le hubiera contado que había perdido las llaves de casa. No hubo alegría, ni siquiera sorpresa. Solo silencio. Un silencio que se fue haciendo más grande entre nosotros, como una grieta imposible de tapar.
En el barrio, las vecinas cuchicheaban cuando pasaba. «Esa chica, la hija de Mercedes, otra vez preñada…». Yo bajaba la cabeza, empujando el carrito de Carmen, sintiendo el peso de sus miradas como piedras en la espalda. Mi hermana, Marta, me llamaba cada noche para preguntarme si estaba bien, pero en su voz notaba la lástima, el miedo de que yo fuera un ejemplo a evitar para sus propias hijas.
El embarazo de mi segundo hijo fue duro. No solo por el cansancio físico —Carmen aún no dormía bien y yo apenas tenía fuerzas— sino por la soledad. Antonio empezó a salir más con sus amigos y a llegar aún más tarde. Una noche, después de una discusión absurda sobre el dinero del supermercado, me gritó:
—¡Esto no es vida! ¡No puedo más con tanto crío!
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida en el suelo frío. Pensé en irme, en dejarlo todo y volver a casa de mi madre, pero sabía que allí solo me esperaban reproches y miradas de decepción.
Cuando nació Diego, apenas seis semanas antes de lo previsto, sentí miedo. Miedo de no poder quererle igual que a Carmen, miedo de no tener fuerzas para cuidarles a los dos. Pero cuando le vi tan pequeño y frágil en la incubadora, supe que tenía que luchar por él. Por ellos.
Los meses siguientes fueron un torbellino: noches sin dormir, pañales, biberones y llantos. Mi cuerpo era un campo de batalla: estrías, ojeras, cicatrices. Pero lo peor era la sensación de estar sola incluso rodeada de gente. Antonio apenas estaba en casa y cuando estaba, parecía un fantasma.
Una tarde de septiembre, mientras daba el pecho a Diego y Carmen jugaba en el suelo con unas piezas de colores, sentí un mareo extraño. Pensé que era el cansancio o la falta de comida. Pero al día siguiente, el test de embarazo me lo confirmó: estaba embarazada otra vez.
No sé cómo fui capaz de decírselo a Antonio. Se quedó mirándome con una mezcla de rabia y resignación.
—¿Otra vez? ¿Pero tú te crees que esto es normal?
No respondí. No tenía fuerzas para discutir. Solo quería desaparecer.
Las semanas pasaron lentas y pesadas. Mi madre dejó de hablarme durante un tiempo. Mi suegra me miraba con desprecio cada vez que iba a su casa. «Eso no es vida para los niños», decía en voz baja pero lo suficientemente alto para que yo lo oyera.
El embarazo fue complicado desde el principio. Me ingresaron varias veces por riesgo de parto prematuro. En una de esas noches interminables en el hospital Clínico de Valladolid, una enfermera mayor se sentó a mi lado mientras lloraba en silencio.
—No te juzgues tanto, hija. La vida a veces nos pone pruebas muy duras. Pero tus hijos te van a necesitar fuerte.
Sus palabras me calaron hondo. Por primera vez en meses sentí un poco de consuelo.
Cuando nació Laura, mi tercera hija en menos de un año, sentí una mezcla extraña de amor y miedo. Amor por esa niña tan pequeña y perfecta; miedo por no saber si podría con todo.
Antonio no vino al hospital hasta el segundo día. Cuando entró en la habitación, me miró con ojos cansados y dijo:
—No sé si puedo seguir así, Lucía.
No le respondí. Sabía que se iría pronto y así fue: dos semanas después se marchó de casa con una maleta pequeña y una nota en la mesa del comedor: «Lo siento».
Me quedé sola con tres bebés y una montaña de dudas y miedos. Los primeros días fueron un infierno: noches sin dormir, llantos dobles o triples, visitas al pediatra y la nevera casi vacía. Pero poco a poco fui encontrando rutinas, pequeños momentos de paz entre el caos: una sonrisa de Carmen, la manita de Diego agarrando mi dedo, el suspiro tranquilo de Laura al dormirse sobre mi pecho.
Mi madre volvió a hablarme después de unas semanas. Un día vino a casa con una bolsa llena de comida y pañales.
—No te lo voy a poner fácil —me dijo— pero eres mi hija y estos niños son mi sangre.
Lloré en sus brazos como una niña pequeña. Marta también empezó a venir los fines de semana para ayudarme con los baños y las cenas. Poco a poco fui sintiendo que no estaba tan sola.
A veces me pregunto si la gente entiende lo difícil que es ser madre sola en España hoy en día. Si saben lo que pesa el juicio ajeno, la soledad y el miedo al futuro. Si alguna vez han sentido esa mezcla de amor y agotamiento que te hace querer gritar y reír al mismo tiempo.
Hoy mis hijos tienen dos años y medio, uno y medio y uno. Son mi vida entera. No sé si he hecho todo bien —seguramente no— pero sé que he luchado cada día por ellos.
¿Quién decide lo que es una familia normal? ¿Quién tiene derecho a juzgar la vida de los demás? ¿Acaso no somos todos supervivientes buscando un poco de amor y comprensión?