Viviendo a base de fideos y agua: Mi lucha por echarles de casa
—¡No pienso irme, mamá! —gritó Lucía desde el pasillo, con la mochila tirada en el suelo y los auriculares colgando del cuello.
Sentí cómo me temblaban las manos. Llevaba semanas ensayando este momento, pero nada me preparó para el dolor real de escuchar a mi hija negarse a marcharse. Miré a mi alrededor: la mesa del salón llena de tazas sucias, la televisión encendida con el volumen demasiado alto, y mi hijo Álvaro, de veintisiete años, jugando a la consola como si nada pasara.
—No es una petición, Lucía. Es hora de que viváis vuestra vida —dije, intentando que mi voz no se quebrara.
La jubilación había llegado como una promesa de paz tras cuarenta años como enfermera en el hospital de La Paz. Pero en vez de descanso, encontré una casa llena de adultos que no sabían (o no querían) volar solos. Había pedido unas semanas extra antes de firmar los papeles definitivos, pensando que podría disfrutar del silencio, pero el silencio nunca llegó.
Recuerdo cuando mis padres me echaron de casa con veinte años. Era otra España. Había trabajo, pisos baratos y ganas de comerse el mundo. Ahora, mis hijos y sus amigos encadenan contratos basura y comparten memes sobre vivir con los padres hasta los cuarenta. Pero yo ya no podía más.
—¿Y cómo quieres que pague un alquiler? ¿Con los cuatrocientos euros que gano en la cafetería? —protestó Lucía, cruzada de brazos.
Álvaro ni siquiera levantó la vista del videojuego.
—Mamá, si quieres tranquilidad, vete tú al pueblo. Aquí estamos bien —dijo sin inmutarse.
Me senté en la cocina y lloré en silencio. No era solo cuestión de dinero. Era miedo. Miedo a que se estrellaran fuera, miedo a que nunca aprendieran a luchar por sí mismos. Pero también miedo a quedarme sola en un piso demasiado grande para una sola vida.
Esa noche cenamos fideos instantáneos y agua del grifo. No porque no hubiera otra cosa, sino porque quería que sintieran lo que era apretarse el cinturón. Quería que se dieran cuenta de que la comodidad tiene un precio.
—¿Otra vez ramen? —se quejó Álvaro.
—Hasta que aprendáis a cocinar o a buscaros la vida —respondí seca.
Las semanas siguientes fueron una guerra fría. Dejé de lavarles la ropa. No hice más compras. Si querían algo, debían buscarlo ellos. Lucía empezó a llegar tarde y a dormir en casa de su amiga Marta. Álvaro salía más, pero siempre volvía con bolsas del supermercado chino del barrio.
Una tarde, mientras fregaba los platos (los míos), escuché a Lucía llorar en su habitación. Dudé antes de entrar.
—¿Qué te pasa, hija?
—No puedo más, mamá. No encuentro nada mejor y no quiero acabar como Laura, compartiendo piso con cinco desconocidos en Vallecas —sollozó.
Me senté a su lado y le acaricié el pelo como cuando era niña.
—Tampoco quiero verte sufrir aquí dentro. Pero tienes que intentarlo. Yo también tuve miedo cuando salí de casa. Y sobreviví.
Esa noche hablamos largo y tendido. Le conté historias de mi juventud: cómo compartí piso con tres chicas en Lavapiés, cómo aprendí a cocinar lentejas con lo justo y cómo lloré la primera vez que me robaron la cartera en el metro. Lucía escuchaba en silencio, con los ojos rojos pero atentos.
Álvaro fue más difícil. Se encerró en sí mismo y apenas cruzaba palabra conmigo. Un día le encontré mirando ofertas de trabajo en el portátil.
—¿Buscas algo?
—No quiero acabar como papá —dijo sin mirarme.
Mi exmarido había desaparecido tras el divorcio, dejando una estela de promesas rotas y facturas sin pagar. Álvaro siempre le guardó rencor por habernos dejado tirados.
—Tú no eres él —le respondí—. Pero tampoco puedes quedarte aquí para siempre.
Pasaron los días y la tensión se volvió rutina. Empecé a salir más: clases de yoga en el centro cultural, paseos por El Retiro, cafés con amigas jubiladas que compartían mis mismas penas. Todas teníamos hijos boomerang: esos adultos que vuelven (o nunca se van) porque la vida fuera es demasiado dura o demasiado cara.
Un viernes por la tarde, Lucía llegó con una sonrisa tímida.
—Mamá… He encontrado un piso para compartir con Marta y dos chicas más. No es gran cosa, pero…
La abracé tan fuerte que casi la ahogo. Álvaro tardó un mes más en decidirse. Al final aceptó un trabajo en Valencia y se fue con una mochila y un billete de tren barato.
La casa quedó vacía. El silencio era ensordecedor al principio; luego aprendí a disfrutarlo. Pinté las paredes del salón, planté geranios en el balcón y recuperé mi espacio poco a poco.
A veces me siento sola, sí. Echo de menos el ruido, las discusiones tontas y hasta los fideos instantáneos compartidos entre risas forzadas. Pero también siento orgullo: mis hijos están aprendiendo a vivir por sí mismos, aunque sea a base de ramen y agua durante un tiempo.
Ahora me pregunto: ¿Hice bien en empujarles fuera del nido? ¿O debí protegerles un poco más? ¿Cuántas madres españolas viven este mismo dilema cada día?
¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde llega el deber de una madre?