Cuando el hogar se desmorona: Mi regreso a casa con Lucía
—¿Dónde está la cuna, Sergio? —pregunté con la voz temblorosa, Lucía dormida en mis brazos, envuelta en la mantita que mi madre tejió durante los meses de embarazo.
Sergio no respondió. Estaba sentado en el sofá, absorto en su móvil, como si mi pregunta fuera una mosca zumbando en la habitación. Miré alrededor: el salón era un campo de batalla. Ropa sucia amontonada en las sillas, platos con restos de comida en la mesa, bolsas del supermercado sin abrir en el suelo. El olor a cerrado y a fritanga me golpeó como una bofetada.
—¿No has preparado nada? —insistí, sintiendo cómo la rabia y el miedo se mezclaban en mi pecho.
Él levantó la vista, por fin. —He tenido mucho trabajo, Marta. No he tenido tiempo. Además, exageras. La niña puede dormir contigo esta noche.
Me quedé helada. Había soñado tantas veces con este momento: volver a casa con Lucía, verla dormir en su cuna blanca junto a nuestra cama, sentir que éramos una familia. Pero ahora todo era distinto. Me sentía sola, traicionada, como si el peso de la maternidad cayera solo sobre mis hombros.
Dejé a Lucía en el capazo y empecé a recoger lo que pude. Cada paso era una lucha contra las lágrimas. Mi madre me había advertido: «Los hombres a veces no entienden lo que significa traer una vida al mundo». Pero yo confiaba en Sergio. Habíamos hablado mil veces de cómo sería todo, de cómo nos apoyaríamos.
Esa noche no dormí. Lucía lloraba y yo lloraba con ella. Sergio roncaba a mi lado, ajeno a nuestro pequeño drama doméstico. Al amanecer, me levanté y llamé a mi hermana, Inés.
—No puedo más —le susurré entre sollozos—. No ha hecho nada, Inés. Me siento invisible.
Ella llegó en media hora, con bolsas llenas de comida y pañales. Me abrazó fuerte y juntas montamos la cuna mientras Lucía nos miraba con esos ojos enormes y oscuros que parecían entenderlo todo.
—¿Y Sergio? —preguntó Inés mientras atornillaba una pata de la cuna.
—En el trabajo —mentí. No quería admitir que estaba durmiendo mientras nosotras hacíamos lo que él debería haber hecho días atrás.
Los días siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y discusiones a media voz. Sergio llegaba tarde, se encerraba en el despacho y apenas miraba a Lucía. Yo me sentía cada vez más pequeña, más insignificante.
Una tarde, mientras le daba el pecho a Lucía, escuché a Sergio hablar por teléfono:
—No sé qué le pasa a Marta. Está insoportable desde que nació la niña. Todo son quejas.
Sentí que me rompía por dentro. ¿Era yo la loca? ¿La exagerada? ¿O simplemente estaba pidiendo lo mínimo?
Empecé a escribir en un foro de madres españolas. «¿Os ha pasado algo así? ¿Cómo lo habéis superado?», pregunté desesperada. Las respuestas llegaron rápido:
«No estás sola, Marta. Muchos hombres no entienden el cambio que supone ser madre».
«Habla con él, pero si no reacciona, busca ayuda fuera».
«Priorízate tú y tu hija».
Esas palabras me dieron fuerzas para enfrentarme a Sergio esa noche.
—No puedo seguir así —le dije mientras cenábamos en silencio—. Necesito que estés presente, que ayudes, que seas padre.
Él suspiró, molesto.—Estoy haciendo lo que puedo, Marta. No sé qué más quieres de mí.
—Quiero que seas mi compañero. Que no me sienta sola en esto.
Se hizo un silencio espeso entre nosotros. Lucía lloró y fui yo quien se levantó para consolarla.
Pasaron semanas antes de que algo cambiara. Fue mi suegra, Carmen, quien vino un domingo y vio el desastre en casa.
—Sergio, hijo, ¿no ves cómo está esto? Ayuda a Marta o te vas a quedar solo —le dijo sin rodeos.
Por primera vez vi a Sergio avergonzado. Esa tarde recogió el salón y preparó la cena. No fue mucho, pero para mí fue un pequeño rayo de esperanza.
A veces pienso si debería haberme marchado aquel primer día. Si aguantar era lo correcto o solo una muestra más de cómo las mujeres en España seguimos cargando con todo: la casa, los hijos, las emociones…
Hoy Lucía tiene tres meses y sonríe cada vez que me ve. Sergio ha mejorado algo, pero sigo sintiendo ese vacío entre nosotros. Me pregunto si algún día dejaré de sentirme sola aunque esté acompañada.
¿De verdad es esto lo que merecemos las madres? ¿Hasta cuándo vamos a normalizar la soledad y el abandono emocional dentro de nuestras propias casas?