El peso de la soledad: La historia de Julián, el soltero que todos juzgan
—¿Y tú para cuándo, Julián? —La voz de mi madre retumba en el comedor, mientras mi tía Rosa asiente con una sonrisa cómplice. El aroma a mole y arroz se mezcla con la incomodidad que siento cada vez que la conversación gira hacia mi soltería.
Tengo 38 años, trabajo como contador en una empresa de seguros, y vivo solo en un departamento pequeño en la Narvarte. Mi vida es tranquila, ordenada, y hasta cierto punto predecible. Pero para mi familia, eso no basta. «Un hombre hecho y derecho debe tener esposa e hijos», repite mi padre cada vez que nos vemos los domingos.
No es que no haya tenido oportunidades. Salí con Mariana durante dos años; era dulce, inteligente y quería casarse pronto. Pero yo… yo sentía que algo me faltaba. No era miedo al compromiso, o eso me repetía a mí mismo. Era más bien una sensación de asfixia ante las expectativas ajenas: tener hijos, comprar casa, pagar colegiaturas, convivir con suegros. ¿Y si no era capaz de darles lo que esperaban?
Una noche, después de una discusión con Mariana sobre nuestro futuro, salí a caminar por Insurgentes. Las luces de la ciudad parpadeaban como si quisieran recordarme todo lo que estaba dejando ir. «¿Por qué no puedes simplemente ser como los demás?», me pregunté mientras veía parejas abrazadas en los parques.
La presión no solo viene de mi familia. En la oficina, mis compañeros hacen bromas: «Julián, ya se te va a pasar el tren» o «¿No te da miedo quedarte solo como don Ernesto del piso 5?». Me río con ellos, pero por dentro siento una punzada de angustia. ¿Será cierto que estoy condenado a la soledad?
Mi mejor amigo, Ricardo, se casó hace cinco años. Ahora tiene dos hijos y una hipoteca que lo ahoga. Cuando nos vemos para tomar una cerveza, me confiesa en voz baja: —A veces envidio tu libertad, Julián. Yo ya ni sé quién soy entre tanto trabajo y pañales.
Pero esa libertad tiene un precio. Las noches de viernes suelen ser silenciosas. A veces ceno solo frente a la televisión, viendo telenovelas viejas porque me recuerdan a mi abuela. Otras veces salgo a caminar sin rumbo, preguntándome si tomé la decisión correcta.
Hace unos meses conocí a Lucía en una fiesta de cumpleaños. Era diferente: independiente, risueña, con ideas propias sobre la vida. Salimos varias veces y por primera vez sentí que podía ser yo mismo sin sentirme juzgado. Pero cuando le conté que no estaba seguro de querer casarme ni tener hijos, su expresión cambió.
—¿Entonces qué buscas? —me preguntó con franqueza.
—No lo sé —respondí—. Solo quiero vivir tranquilo, sin sentir que debo cumplir con un guion escrito por otros.
Ella suspiró y me miró largo rato antes de decir:
—Eso suena bonito, pero también muy solitario.
Esa noche me quedé pensando en sus palabras. ¿Es posible ser feliz solo? ¿O simplemente me estoy engañando para no enfrentar mis miedos?
La presión social en México es brutal. En cada reunión familiar hay alguien que pregunta por «la novia» o por «los hijos». En las fiestas patronales del barrio, las señoras mayores me miran con lástima y cuchichean: «Ese muchacho tan guapo y tan solo». A veces quisiera gritarles que la soledad no es una maldición, pero ni yo mismo estoy seguro de creerlo.
Mi madre insiste en presentarme hijas de amigas: «Mira, Julieta es doctora y muy hogareña» o «Marifer cocina delicioso y quiere muchos hijos». Yo sonrío y acepto las invitaciones por no herirla, pero siempre termino sintiéndome fuera de lugar.
Una tarde, mientras ayudaba a mi hermana Laura a mudarse, ella me dijo algo que me marcó:
—¿Sabes qué creo? Que tienes miedo de perder tu libertad, pero también miedo de quedarte solo.
No supe qué responderle. Tal vez tenía razón.
En el fondo, admiro a quienes se atreven a formar una familia pese a todo: la inseguridad, los salarios bajos, el estrés diario. Pero también creo que no todos estamos hechos para lo mismo. En un país donde la familia es el centro de todo, ser diferente es casi un pecado.
Hace poco fui al cumpleaños de mi sobrino Emiliano. Mientras veía a los niños correr y reírse, sentí una punzada de nostalgia por algo que nunca he tenido. Mi madre se acercó y me abrazó sin decir nada; por primera vez entendí que su preocupación viene del amor y del miedo a verme solo cuando ellos ya no estén.
Esa noche escribí en mi diario:
«¿Qué pesa más: el miedo a estar solo o el miedo a perderme a mí mismo por cumplir expectativas ajenas? ¿Cuántos hombres como yo viven atrapados entre dos fuegos: el deseo de libertad y el temor al vacío?»
Hoy sigo solo, pero ya no huyo de las preguntas incómodas. Tal vez algún día encuentre a alguien con quien compartir mi vida sin renunciar a quien soy. O tal vez aprenda a disfrutar plenamente mi propia compañía.
¿Y tú? ¿Crees que la soledad es un precio justo por la libertad? ¿O estamos destinados a buscar compañía aunque no estemos seguros de quererla?