El secreto que nunca quise descubrir

—¿Por qué lo hiciste, Lucía? —mi voz temblaba, aunque intentaba mantener la calma. El portátil, ese viejo cacharro que llevaba años acumulando polvo en el trastero, estaba abierto sobre la mesa del salón. La pantalla iluminaba la habitación en penumbra, y el cursor parpadeaba sobre el nombre de un archivo: “Esto no lo verá mamá”.

No era una espía. No era una madre controladora. O eso me repetía mientras mis dedos temblorosos hacían doble clic en aquel misterioso folder. Había encendido el portátil por pura nostalgia, buscando fotos de unas vacaciones en la playa de Salou, cuando Lucía aún era una niña y yo creía que todo iba bien. Pero ese nombre… ¿Cómo no iba a abrirlo?

Dentro había vídeos, capturas de pantalla, textos. Todo un universo oculto de mi hija, ahora universitaria en Madrid, a la que apenas veía más que en Navidad y algún puente. El primer vídeo empezó a reproducirse solo. Lucía, con dieciséis años, sentada en su habitación, hablaba a cámara con una voz que no reconocía:

—A veces siento que no encajo aquí. Que mamá nunca me escucha de verdad…

Me quedé helada. ¿De verdad pensaba eso? ¿Yo, que había dejado mi trabajo para estar más tiempo con ella tras el divorcio? ¿Yo, que me desvivía por prepararle su comida favorita los domingos?

El siguiente archivo era una conversación de WhatsApp con su amiga Marta:

Marta: “¿Se lo has contado ya?”
Lucía: “Ni loca. Mi madre no lo entendería nunca.”
Marta: “Pero te está haciendo daño.”
Lucía: “Ya… pero si se entera, la mato del disgusto.”

Mi corazón latía desbocado. ¿Qué le estaba haciendo daño a mi hija? ¿Qué secreto tan grande guardaba?

Seguí leyendo. Fotos de fiestas, alguna copa en la mano —nada fuera de lo común para una adolescente— pero también mensajes tristes, frases sueltas: “No puedo más”, “Hoy ha vuelto a gritarme”, “Ojalá pudiera irme lejos”.

¿Quién le gritaba? ¿Yo? ¿Su padre? ¿Algún chico?

En un documento de Word titulado “Carta para mamá (que nunca enviaré)”, encontré la verdad:

“Mamá,
Sé que haces lo que puedes, pero a veces siento que no ves lo mal que estoy. Desde que papá se fue, todo es más difícil. Me esfuerzo en el instituto porque sé que te importa, pero hay días en los que no quiero levantarme de la cama. No te lo cuento porque sé que tienes tus propios problemas y no quiero ser una carga más. Pero me gustaría que me preguntaras cómo estoy de verdad, no solo si he comido o si he hecho los deberes. A veces pienso en hacerme daño, pero luego pienso en ti y me detengo. Ojalá pudiera decirte todo esto sin miedo a decepcionarte.”

Las lágrimas caían sobre el teclado. ¿Cómo no me había dado cuenta? ¿Cómo podía haber estado tan ciega?

Recordé todas las veces que le pregunté por sus notas, por si había recogido su cuarto, por si había llamado a su abuela… pero nunca le pregunté cómo se sentía realmente. Siempre pensé que era fuerte, como yo lo fui a su edad. Pero Lucía no era yo.

El sonido de la puerta me sacó de mi trance. Era mi marido actual, Fernando.

—¿Estás bien, Carmen? —preguntó al verme llorar.
—No… No estoy bien —le respondí sin mirarle—. Creo que he fallado como madre.

Fernando se sentó a mi lado y leyó conmigo algunos fragmentos.

—No te castigues así —dijo suavemente—. Todos cometemos errores. Lo importante es lo que hagas ahora.

Pero ¿qué podía hacer? Lucía estaba lejos, en Madrid, y yo aquí, en Zaragoza, sintiéndome la peor madre del mundo.

Esa noche no dormí. Repasé mentalmente cada discusión, cada portazo, cada vez que le dije “no seas dramática” o “ya se te pasará”. Pensé en mi propia madre y en cómo nunca hablamos de emociones en casa; todo se barría bajo la alfombra.

Al día siguiente llamé a Lucía. Tardó en responder.

—¿Mamá? ¿Ha pasado algo?
—Sí… Bueno, no sé cómo decirte esto… He encendido tu viejo portátil y he visto algunas cosas…

Hubo un silencio largo al otro lado.

—¿Has leído mis cosas?
—Sí… Y lo siento mucho. No debí hacerlo sin tu permiso. Pero ahora entiendo muchas cosas que antes no veía.

Lucía suspiró.

—No quería que te preocuparas.
—Pero me preocupo igual —le dije—. Y me duele saber que has estado tan sola y tan triste sin que yo me diera cuenta.

Lloramos juntas al teléfono durante minutos interminables. Por primera vez en años hablamos de verdad: del divorcio, de sus miedos, de mis errores y mis propias inseguridades como madre.

Desde entonces intento escuchar más y juzgar menos. A veces Lucía sigue cerrándose en banda; otras veces me cuenta cosas pequeñas: un examen difícil, una discusión con una amiga… Poco a poco vamos reconstruyendo nuestra relación.

A veces me pregunto cuántas madres españolas estarán ahora mismo como yo: creyendo que lo hacen bien mientras sus hijas sufren en silencio detrás de una pantalla o entre las paredes de su cuarto. ¿Cuántas familias viven juntas pero separadas por secretos y miedos?

¿De verdad conocemos a quienes más queremos? ¿O solo vemos lo que queremos ver?