Eso es cosa de mujeres: el día que mi hijo me rompió el alma
—Eso es cosa de mujeres, mamá. Tú hazlo.
Las palabras de Diego, mi hijo de siete años, retumbaron en el salón como una bofetada. Me quedé paralizada, con la cesta de los juguetes en las manos, mientras él me miraba con esa mezcla de inocencia y desafío que sólo los niños pueden tener. Mi marido, Luis, ni siquiera levantó la vista del móvil. Sentí cómo la rabia subía por mi garganta, mezclada con una tristeza tan profunda que me dieron ganas de llorar allí mismo, delante de ellos.
—¿Perdona? —logré decir, con la voz temblorosa.
Diego se encogió de hombros y siguió viendo los dibujos animados. Yo apreté los dientes y recogí los coches, los dinosaurios y las piezas de Lego desperdigadas por el suelo. Cada vez que metía uno en la cesta, sentía que metía también un trozo de mi dignidad. ¿Cómo era posible que mi propio hijo pensara así? ¿En qué momento había aprendido que su madre era la criada de la casa?
Esa noche, mientras planchaba las camisas de Luis —porque él siempre dice que no sabe hacerlo bien—, recordé a mi abuela Carmen. Ella siempre decía: “Una mujer debe saber hacerlo todo. La casa limpia, la comida lista, los niños educados y el marido contento”. Mi madre heredó ese mantra y lo perfeccionó: además de todo eso, trabajaba como administrativa en el ayuntamiento y nunca se quejaba. Mi hermana Laura es igual: tres hijos, trabajo a jornada completa y la casa siempre impecable. Yo… yo soy la excepción. La imperfecta.
Me senté en la cama con la pila de ropa a medio doblar y las lágrimas me resbalaron por las mejillas. ¿Por qué no podía ser como ellas? ¿Por qué me sentía tan cansada, tan insuficiente? Recordé las veces que mi madre me decía: “No te quejes, hija, que así es la vida”. Pero yo no quería esa vida para mí. Ni para Diego.
Al día siguiente, durante el desayuno, intenté hablar con Luis.
—¿Te diste cuenta de lo que dijo Diego ayer?
Luis sorbió el café sin mirarme.
—¿El qué?
—Que recoger los juguetes es cosa de mujeres.
Se encogió de hombros.
—Bah, son cosas de críos. No le des importancia.
Sentí una punzada en el pecho. ¿De verdad era tan fácil ignorarlo? ¿No veía lo grave que era? Decidí no insistir. Pero esa mañana, mientras llevaba a Diego al colegio por las calles estrechas del barrio de Chamberí, le pregunté:
—¿Por qué crees que recoger es cosa de mujeres?
Me miró con sus ojos grandes y sinceros.
—Porque papá nunca recoge. Y tú siempre lo haces.
Me quedé sin palabras. Era tan sencillo como eso. Los niños aprenden lo que ven. Y en mi casa, yo era la que hacía todo. ¿Cómo podía culparle?
Esa tarde, llamé a mi hermana Laura. Necesitaba desahogarme.
—Laura, ¿alguna vez te has sentido… agotada? Como si todo dependiera de ti.
Se rió al otro lado del teléfono.
—Todos los días, Lucía. Pero es lo que hay. Mamá lo hizo así y nosotras igual. No le des más vueltas.
Colgué sintiéndome aún más sola. Nadie parecía entenderme. Ni siquiera mi propia familia.
Esa noche, mientras preparaba la cena —una tortilla de patatas porque no me daba la vida para más—, Diego entró en la cocina.
—Mamá, ¿puedo ayudarte?
Me sorprendió tanto que casi se me cae el plato.
—Claro, cariño. Pela estas patatas conmigo.
Nos sentamos juntos y le enseñé cómo hacerlo sin cortarse. Por primera vez en mucho tiempo, sentí una chispa de esperanza. Quizá podía romper el ciclo. Quizá podía enseñarle a Diego que las tareas del hogar no tienen género.
Pero cuando Luis llegó a casa y vio a Diego pelando patatas, frunció el ceño.
—¿Qué haces ahí? Eso es cosa de tu madre.
Diego me miró, confundido. Yo apreté los labios para no gritar.
—No, Luis —dije con voz firme—. Es cosa de todos. Aquí vivimos todos y todos ayudamos.
Luis bufó y se fue al salón sin decir nada más. Sentí un nudo en el estómago pero también una extraña sensación de orgullo. Por primera vez había puesto un límite.
Esa noche apenas dormí. Pensé en mi abuela fregando suelos hasta los setenta años, en mi madre renunciando a sus sueños por cuidar a todos menos a sí misma, en mi hermana resignada… ¿Era eso lo que quería para mí? ¿Para Diego?
Al día siguiente tomé una decisión: dejé los platos sin fregar y la ropa sin planchar. Cuando Luis protestó porque no tenía camisa limpia para ir al trabajo, le dije:
—Aprende a plancharla tú mismo o vete con arrugas.
Me miró como si estuviera loca. Pero no cedí.
Durante semanas hubo discusiones, silencios incómodos y miradas de reproche. Mi madre vino a casa y al ver el desorden frunció el ceño.
—Lucía, esto parece una leonera…
Le respondí con calma:
—Mamá, prefiero una casa desordenada a perderme a mí misma.
No lo entendió. Pero yo sí. Y poco a poco, Diego empezó a recoger sus juguetes sin que se lo pidiera. Luis aprendió a hacerse la cena cuando yo estaba demasiado cansada. No fue fácil ni rápido. Pero algo cambió en casa.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de que ser la esposa perfecta no me hacía feliz; sólo me hacía invisible. Ahora soy imperfecta, sí… pero también soy libre.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres siguen atrapadas en ese papel sin atreverse a romperlo? ¿Y cuántos hijos crecerán creyendo que ayudar en casa es cosa sólo de mujeres si nadie les enseña lo contrario?