Hasta el último suspiro: La despedida de mi pequeño Emiliano

—¡Emiliano, despierta!—grité mientras lo sacudía suavemente, con la voz quebrada por el terror. La fiebre lo había consumido en cuestión de horas y, aunque apenas era medianoche, sentía que el tiempo se había detenido en esa habitación azul celeste donde tantas veces lo arrullé. Mi esposo, Julián, entró corriendo, con los ojos desorbitados y el teléfono temblando en su mano. —Ya llamé a la ambulancia, Vero. ¡Por favor, aguanta, mi niño!

Nunca imaginé que una noche cualquiera en nuestra casa de Iztapalapa se convertiría en el inicio de nuestra peor pesadilla. Emiliano era nuestro milagro: después de años de intentos fallidos y tratamientos costosos, llegó a nuestras vidas para completar nuestra familia junto a su hermana mayor, Camila. Tenía los ojos grandes de Julián y mi sonrisa traviesa. Era risueño, inquieto, y le encantaba bailar cumbia cuando mi mamá ponía la radio en la cocina.

Esa tarde todo parecía normal. Emiliano jugaba con Camila en el patio mientras yo preparaba enchiladas verdes. De repente, escuché un llanto agudo. Corrí y lo encontré sentado, con la carita roja y las manos temblorosas. Pensé que era un berrinche más, pero cuando lo cargué sentí su cuerpo ardiendo. Le di paracetamol y lo acosté, esperando que fuera solo una fiebre pasajera.

Pero la fiebre subió y subió. Cuando llegó la ambulancia, Emiliano ya no respondía. Los paramédicos nos miraron con esa mezcla de prisa y compasión que nunca olvidaré. —¡Rápido, al hospital General!—ordenó uno mientras yo abrazaba a Camila, que lloraba sin entender nada.

En urgencias todo fue confusión: luces blancas, médicos corriendo, preguntas que no podía responder. —¿Hace cuánto empezó la fiebre? ¿Ha tenido convulsiones antes? ¿Vacunas al día?—sentía que me ahogaba entre palabras técnicas y miradas de lástima. Julián apretaba mi mano tan fuerte que pensé que me rompería los dedos.

Horas después, un doctor joven se acercó con la cara grave. —Señora Verónica, hicimos todo lo posible. Su hijo tuvo una infección fulminante… lo siento mucho.

No recuerdo haber gritado, pero dicen que mi llanto se escuchó hasta el pasillo. Julián cayó de rodillas. Camila se aferró a mi pierna y preguntó: —¿Por qué Emiliano no despierta?

Los días siguientes fueron un torbellino de dolor y burocracia: trámites en el hospital, llamadas a familiares, el velorio en la casa de mis suegros en Chalco. Mi mamá me abrazaba y repetía: —Dios sabe por qué hace las cosas—pero yo solo sentía rabia. ¿Por qué a nosotros? ¿Por qué a Emiliano?

La familia se dividió entre los que nos apoyaban y los que buscaban culpables. Mi suegra insinuó que quizá fue porque no lo llevé al doctor antes. Mi cuñada murmuró que las vacunas podían haberle hecho daño. Yo solo quería desaparecer.

Julián y yo dejamos de hablarnos por semanas. Él se encerraba en el taller mecánico; yo me perdía en los recuerdos: los primeros pasos de Emiliano, su risa cuando le hacía cosquillas, su manita aferrada a mi dedo cada noche. Camila empezó a mojar la cama y a tener pesadillas. La casa se llenó de silencios incómodos y miradas evitadas.

Una tarde, mientras recogía los juguetes de Emiliano para guardarlos en una caja, encontré su osito favorito. Lo abracé tan fuerte que pensé que me asfixiaría. En ese momento entró Julián y me vio llorando sobre la alfombra azul.

—¿Tú también sientes que fue tu culpa?—me preguntó con voz ronca.

—Todos me dicen que no fue culpa mía… pero no puedo dejar de pensar qué habría pasado si lo hubiera llevado antes al hospital—le respondí entre sollozos.

Nos abrazamos por primera vez desde la muerte de nuestro hijo. Lloramos juntos hasta quedarnos dormidos en el suelo del cuarto vacío.

Poco a poco empezamos a hablar otra vez. Fuimos juntos al panteón a llevarle flores a Emiliano; Camila pintó un dibujo para dejarlo junto a su tumba. Decidimos ir a terapia familiar en el centro comunitario del barrio. Allí conocimos a otras familias que también habían perdido hijos por enfermedades repentinas o falta de atención médica oportuna.

En las sesiones escuché historias similares: madres que no pudieron pagar una consulta privada; padres que confiaron en remedios caseros porque no había dinero para medicinas; abuelas que rezaron toda la noche esperando un milagro. Me di cuenta de que nuestro dolor era compartido por muchos en este país donde la salud pública es un privilegio y no un derecho garantizado.

Un día, la psicóloga nos pidió escribirle una carta a Emiliano. Lloré mientras le contaba cuánto lo extrañaba y cómo su partida nos había cambiado para siempre. Julián escribió sobre sus sueños truncados: enseñarle a andar en bici, llevarlo al estadio Azteca, verlo crecer junto a Camila.

Con el tiempo aprendimos a vivir con el dolor sin dejar que nos destruyera. Adoptamos un perrito callejero para alegrar la casa; Camila volvió a reír y a invitar amigas a jugar. Yo empecé a ayudar como voluntaria en el centro comunitario, apoyando a otras madres en duelo.

A veces todavía me despierto en medio de la noche esperando escuchar el llanto de Emiliano desde su cuna vacía. Me duele ver familias completas en el parque o escuchar canciones infantiles en la radio. Pero también he aprendido a valorar cada momento con Camila y Julián; a no dar nada por sentado.

Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿Cuántas familias más tienen que pasar por esto antes de que algo cambie? ¿Cuántos niños más deben irse antes de que la salud sea realmente un derecho para todos?

¿Ustedes también han sentido esa mezcla de culpa e impotencia ante una pérdida así? ¿Cómo han logrado seguir adelante cuando parece imposible?