La suegra de los vestidos blancos: una boda, dos rivales

—¿Por qué tienes que hacer esto, mamá? —La voz de Andrés temblaba, pero doña Carmen ni siquiera lo miró. Yo, Mariana, estaba parada en el centro del salón, con el corazón latiendo tan fuerte que sentía que todos podían escucharlo. Era mi boda, mi gran día, y ahí estaba ella: mi suegra, vestida de blanco otra vez, como si fuera la novia.

No era la primera vez. En la boda de su hija menor, hace dos años, también apareció con un vestido blanco largo, encaje y perlas. Todos cuchichearon, pero nadie se atrevió a decirle nada. «Es su forma de llamar la atención», murmuró mi cuñada Lucía esa vez. Pero ahora era diferente. Ahora era mi boda.

Recuerdo cuando conocí a Andrés. Fue en una fiesta patronal en Puebla. Él era dulce, atento, el tipo de hombre que te abre la puerta del coche y te pregunta si ya comiste. Me enamoré rápido, y él también. Pero desde el principio, supe que doña Carmen sería un obstáculo. La primera vez que fui a su casa, me miró de arriba abajo y dijo: «¿Tú eres la que cocina mole? Espero que no le des chiles en nogada a mi hijo, porque le hacen daño». Reí nerviosa, pero sentí el filo en sus palabras.

Durante el noviazgo, doña Carmen se metía en todo: opinaba sobre cómo me vestía, criticaba mis planes de trabajo y hasta llegó a decirle a Andrés que yo no era «de familia bien» porque mis padres tenían una tiendita y no una empresa como ellos. Andrés siempre me defendía, pero yo sentía que nunca iba a ser suficiente para ella.

Cuando nos comprometimos, pensé ingenuamente que las cosas mejorarían. «Ahora sí me va a aceptar», le dije a mi mamá entre lágrimas de emoción. Pero la realidad fue otra. Desde el primer día de los preparativos, doña Carmen quiso controlar todo: el menú, la música, la lista de invitados. «En nuestra familia no se sirve pozole en las bodas», dijo tajante cuando sugerí incluirlo en el banquete. «Y nada de mariachis baratos; yo conozco a unos mejores».

Andrés trataba de mediar. «Déjala, mamá. Mariana y yo queremos algo sencillo». Pero ella insistía: «No quiero que la gente piense que somos tacaños». Yo sentía que la boda se me escapaba de las manos.

La gota que derramó el vaso fue el vestido. Fui con mi mamá y mis amigas a buscarlo al centro histórico. Encontré uno hermoso: sencillo, con encaje mexicano y una falda vaporosa. Cuando se lo mostré a doña Carmen, torció la boca: «Muy simple… ¿No quieres algo más elegante?». Me dolió, pero decidí ignorarla.

El día de la boda llegó y yo estaba nerviosa pero feliz. Mi papá me tomó del brazo y me susurró: «Hoy es tu día, hija. No dejes que nadie te lo arruine». Caminé hacia el altar con una sonrisa temblorosa… hasta que la vi: doña Carmen, parada junto a su esposo, vestida de blanco radiante, con un tocado de flores en el cabello.

Sentí un nudo en la garganta. La gente empezó a murmurar. Mi mamá apretó los labios y Lucía me miró con compasión. Andrés se acercó a su madre antes de entrar al altar.

—Mamá, ¿por qué vienes vestida así? —le preguntó en voz baja.

—¿Y qué tiene? Es un color bonito —respondió ella con indiferencia.

—Es el color de la novia —insistió él—. Por favor…

Ella lo ignoró y se sentó en primera fila.

Durante la ceremonia traté de concentrarme en Andrés, en nuestras promesas y en el futuro juntos. Pero cada vez que veía las fotos o sentía las miradas de los invitados, recordaba el vestido blanco de mi suegra.

En la fiesta, doña Carmen bailó con Andrés más veces que yo. Se acercaba a los invitados y les decía: «¿A poco no me veo joven? Hasta parece que yo soy la novia». Yo traté de sonreír y disfrutar mi noche, pero por dentro me sentía invisible.

Al final de la fiesta, el fotógrafo se acercó para tomar la foto familiar. Doña Carmen se puso justo a mi lado y me susurró: «Así debe ser: la madre siempre junto al hijo».

Fue entonces cuando el fotógrafo —un joven llamado Emiliano— intervino:

—Disculpe señora —dijo con voz firme—, ¿puede colocarse al otro lado del novio? Hoy la protagonista es Mariana.

Doña Carmen se quedó helada unos segundos. Todos guardaron silencio. Sentí una mezcla de alivio y culpa cuando ella obedeció sin protestar.

Esa noche lloré en los brazos de Andrés.

—No sé si algún día voy a poder con tu mamá —le confesé entre sollozos.

—Lo siento tanto —me dijo él—. Pero te prometo que siempre voy a estar de tu lado.

Pasaron los meses y las cosas no mejoraron mucho. Doña Carmen seguía metiéndose en todo: criticaba cómo decoré nuestro departamento, opinaba sobre cuándo debíamos tener hijos y hasta llegó a decirme que yo no sabía cuidar bien a Andrés porque una vez llegó tarde del trabajo y no le había preparado cena.

Un día exploté.

—¡Ya basta! —le grité por teléfono—. No soy tu enemiga ni tu competencia. Solo quiero ser feliz con tu hijo.

Ella guardó silencio unos segundos y luego colgó sin decir nada.

Andrés me abrazó fuerte esa noche.

—Estoy orgulloso de ti —me dijo—. Ya era hora de ponerle un alto.

Desde entonces nuestra relación ha sido tensa pero honesta. Aprendí a poner límites y a defender mi lugar en la familia. A veces pienso que nunca voy a ser suficiente para doña Carmen… pero también sé que no tengo que serlo.

Hoy miro las fotos de mi boda y ya no siento rabia ni tristeza al ver a mi suegra vestida de blanco. Siento compasión por ella… y orgullo por mí misma.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que las tradiciones y expectativas familiares nos roben nuestros momentos más felices? ¿Cuántas mujeres más tendrán que luchar por su lugar en una familia que no las acepta fácilmente?