Los Gritos que Nunca Callaron en el 3B

—¡Ya cállate, por favor! —gritó doña Carmen desde el pasillo, golpeando la puerta del 3B con el puño cerrado. Eran las dos de la madrugada y los sollozos del niño volvían a retumbar por todo el edificio. Yo, Lucía, apenas tenía 17 años y vivía con mi abuela en el 2A. Esa noche, como tantas otras, me quedé sentada en la cama, abrazando la almohada y sintiendo cómo la impotencia me apretaba el pecho.

No era la primera vez que escuchábamos esos gritos. Desde hacía meses, cada noche, los lamentos de un niño —a veces susurros ahogados, a veces chillidos desesperados— nos robaban el sueño a todos. El edificio era viejo, de esos que abundan en el centro de Guadalajara: paredes descascaradas, ventanas que nunca cierran bien y vecinos que se conocen más por los problemas que por los nombres.

Mi abuela, doña Teresa, siempre decía: “No te metas, mija. Uno nunca sabe lo que pasa detrás de esas puertas”. Pero yo no podía dejar de pensar en ese niño. ¿Por qué nadie salía del 3B? ¿Por qué nunca veíamos a su madre, a su padre? Solo sabíamos que ahí vivía una mujer joven, Mariana, que apenas saludaba y siempre llevaba gafas oscuras.

Una tarde, mientras subía las escaleras con las bolsas del mandado, vi a Mariana salir del apartamento. Caminaba rápido, con la cabeza agachada y un morado visible en el brazo. Me atreví a hablarle:

—¿Todo bien, vecina?

Ella ni siquiera levantó la mirada. Solo murmuró algo ininteligible y siguió su camino. Sentí un escalofrío. Esa noche los gritos fueron peores. Golpeé la puerta del 3B con fuerza:

—¡Mariana! ¿Necesitas ayuda? ¡Abre, por favor!

Silencio. Solo el llanto del niño al otro lado.

Los días pasaron y la tensión crecía entre los vecinos. Algunos decían que era mejor no meterse; otros, como don Ernesto del 4C, juraban que llamarían a la policía. Pero nadie lo hacía. El miedo a represalias era más fuerte que la compasión.

Una mañana de domingo, mientras barría el pasillo, vi a doña Carmen hablando con mi abuela:

—Ese niño va a terminar mal. Yo ya no aguanto más. Si nadie hace nada, lo haré yo.

Pero pasaron semanas y nada cambiaba. Los gritos seguían. El edificio entero parecía vivir en una especie de letargo culpable.

Hasta que una noche todo explotó. Eran casi las tres de la mañana cuando escuchamos un golpe seco y luego un silencio aterrador. Salimos todos al pasillo. Doña Carmen lloraba frente a la puerta del 3B:

—¡Ya basta! ¡Llamen a la policía!

Esta vez sí lo hicimos. Cuando llegaron los agentes, forzaron la puerta. El olor era insoportable. Dentro encontraron a Mariana desmayada en el suelo y al niño —Emiliano— acurrucado en una esquina, cubierto de moretones y con los ojos tan grandes como platos.

El edificio entero se llenó de patrullas y ambulancias. Nos quedamos en el pasillo, mirando cómo se llevaban a Emiliano envuelto en una manta azul. Mariana fue arrestada esa misma noche.

La noticia corrió rápido: Mariana había sido víctima de violencia doméstica durante años; su pareja la había abandonado meses antes, dejándola sola con Emiliano y una depresión profunda. Nadie supo nunca exactamente qué pasó dentro del 3B, pero todos sabíamos que habíamos fallado.

Las semanas siguientes fueron un desfile de periodistas y trabajadores sociales. Emiliano fue llevado a un albergue; Mariana terminó en un hospital psiquiátrico. El edificio quedó marcado para siempre.

A veces me encuentro con doña Carmen en el mercado y evitamos mirarnos a los ojos. Mi abuela ya no habla del tema. Yo sigo soñando con los gritos de Emiliano.

Me pregunto si podríamos haber hecho más, si nuestro miedo fue más fuerte que nuestra humanidad.

¿Hasta cuándo vamos a callar ante el dolor ajeno? ¿Cuántos Emilianos más tienen que gritar para que reaccionemos?