Heridas que no se ven: La soledad en la España de hoy

—¿Para qué voy a poner la radio, si nadie me escucha? —me pregunté en voz alta, mientras el reloj del pasillo marcaba las seis y media de la tarde. El tic-tac era lo único que llenaba el silencio de mi casa desde que murió Lucía, mi mujer, hace ya tres años. Me llamo Jerónimo, tengo setenta años y vivo solo en un piso antiguo de las afueras de Valladolid.

A veces, la soledad no grita. Solo se instala, como el frío en los huesos en enero, y te va calando poco a poco. Mis hijos viven en Madrid, ocupados con sus vidas; me llaman los domingos, sí, pero siempre con prisas. «Papá, ¿todo bien? Tengo una reunión, te llamo luego». Y ese luego nunca llega.

El otro día, desde la ventana vi a Carmen, mi vecina del tercero, forcejeando con las bolsas del súper. Caminaba despacio, arrastrando los pies y con la mirada perdida. Me asomé al rellano y le grité:

—¡Carmen! ¿Necesitas ayuda?

Ella levantó la cabeza, sorprendida. Dudó un instante antes de asentir.

—Ay, Jerónimo… si no es molestia…

Bajé las escaleras y le quité las bolsas de las manos. Pesaban más de lo que aparentaban. Al llegar a su puerta, me invitó a pasar.

—¿Te apetece un café? —preguntó con voz temblorosa.

No sé por qué acepté. Quizá porque hacía semanas que no hablaba con nadie más de cinco minutos.

Su casa olía a colonia antigua y a pan tostado. Nos sentamos en la mesa de la cocina. Carmen me miró fijamente antes de decir:

—¿Sabes lo peor de hacerse mayor? Que parece que te vuelves invisible. Ni mis nietos me llaman ya…

Sentí un nudo en la garganta. Le respondí:

—A mí me pasa igual. A veces pienso que si desapareciera, nadie lo notaría hasta que el buzón rebosara cartas.

Carmen sonrió triste. Nos quedamos callados unos segundos, escuchando el rumor lejano del tráfico.

Aquel café se convirtió en costumbre. Cada martes a las seis, nos reuníamos en su cocina o en la mía. Hablábamos de todo: del Valladolid, de recetas antiguas, de cómo era el barrio cuando éramos jóvenes. Poco a poco se nos unió Manolo, el portero jubilado del edificio de al lado, que perdió a su esposa en la pandemia y apenas salía de casa.

Una tarde de lluvia, Carmen llegó llorando.

—Hoy he llamado a mi hija y me ha colgado diciendo que estaba ocupada… —sollozó—. Me siento tan sola que a veces pienso que no pinto nada aquí.

Me acerqué y le cogí la mano.

—No digas eso. Si tú faltaras, yo… yo volvería a ser invisible.

Manolo asintió en silencio. Aquella confesión nos unió aún más.

Decidimos entonces hacer algo: cada uno llamaría a una persona mayor del barrio para invitarla a nuestras tertulias. Así conocimos a Rosario, viuda desde hacía veinte años; a Don Emilio, antiguo profesor; a Pilar, que apenas podía salir por las escaleras sin ascensor.

El grupo fue creciendo hasta que éramos casi diez cada martes. Nos turnábamos para llevar pastas o bizcocho casero. Reíamos, llorábamos y compartíamos recuerdos y miedos.

Pero un martes Carmen no apareció ni contestó al teléfono. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Bajé corriendo las escaleras y llamé insistentemente a su puerta. Nadie respondía.

—¡Carmen! ¡Soy Jerónimo! —grité angustiado.

Al final, con ayuda de Manolo y el portero nuevo, conseguimos entrar. Carmen estaba tumbada en el suelo del salón, pálida y débil.

—Pensé… pensé que nadie vendría —susurró apenas audible—. Pero sabía que hoy era martes…

Llamamos a emergencias y la acompañé al hospital. Su hija llegó al cabo de unas horas y me abrazó llorando.

—No sabía… No sabía que mi madre estaba tan sola —dijo entre sollozos—. Gracias por estar con ella.

Carmen se recuperó despacio. Cuando volvió a casa, su hija empezó a visitarla más a menudo y hasta sus nietos le mandaban mensajes por WhatsApp.

Nuestra tertulia siguió creciendo. El centro cívico del barrio nos cedió una sala para reunirnos cuando hacía frío o llovía. Incluso una periodista local vino a entrevistarnos para hablar sobre la soledad en los mayores.

Ahora, cada martes espero ese momento con ilusión. Sé que alguien me espera; sé que no soy invisible.

A veces pienso: ¿Cuántos Jerónimos y Carmenes habrá en cada barrio de España? ¿Cuántos esperan una llamada o una visita para no sentirse solos?

¿Y tú? ¿A quién podrías llamar hoy para invitarle a un café? Quizá ese gesto pequeño pueda salvarle la vida… o salvarte a ti mismo.