Cinco Meses con Don Eusebio: Cuando el Suegro se Convierte en Sombra
—¿Otra vez has dejado la luz del baño encendida, Lucía?—. La voz de Don Eusebio retumbó en el pasillo, tan áspera como la primera vez que cruzó el umbral de nuestra casa hace ya dos meses. Me quedé paralizada en la cocina, cuchillo en mano, mirando el tomate a medio cortar. Mi marido, Sergio, fingía leer el periódico en el salón, como si no escuchara nada. Pero yo sabía que cada palabra de su padre era una piedra más en el muro invisible que crecía entre nosotros.
Cuando Don Eusebio anunció que necesitaba quedarse con nosotros «unos meses», porque la obra de su piso en Vallecas se había retrasado, pensé que sería incómodo, pero soportable. No imaginé que cada día sería una prueba de resistencia. Nuestro piso, pequeño pero acogedor, se transformó en un campo de batalla donde las trincheras eran las habitaciones y las armas, los silencios y los reproches.
La primera semana intenté ser amable. Le preparé su café como le gusta, con leche caliente y dos sobres de azúcar. Le ofrecí mi mejor sonrisa cuando ocupó mi sitio favorito en el sofá. Pero pronto entendí que para él yo era una intrusa en mi propia casa. «En mis tiempos las mujeres no se quejaban tanto», soltó una tarde mientras yo recogía la mesa. Sergio me miró de reojo, incómodo, pero no dijo nada.
Las noches se volvieron eternas. Don Eusebio roncaba como un oso y el sonido atravesaba las paredes finas del piso. Me despertaba sobresaltada y, al mirar a Sergio, solo veía cansancio y resignación. Empezamos a discutir por tonterías: quién bajaba la basura, quién ponía la lavadora, quién soportaba mejor los comentarios del invitado eterno.
Un sábado por la mañana, mientras intentaba leer en la terraza, Don Eusebio apareció con su taza de café y se sentó a mi lado. —¿Sabes? A Sergio le vendría bien aprender a ser más hombre—. Sentí cómo me ardían las mejillas. —¿Perdón?— pregunté, intentando mantener la calma. —Nada, hija, cosas de familia— respondió él, encogiéndose de hombros.
Esa tarde exploté. Cerré la puerta del dormitorio y le grité a Sergio: —¡No puedo más! ¡Tu padre me está volviendo loca!—. Sergio me miró con ojos tristes. —¿Y qué quieres que haga? Es mi padre…—
—¡Pues ponle límites! ¡Defiéndeme!—
El silencio se hizo tan denso que apenas podía respirar. Al otro lado de la puerta escuché el televisor a todo volumen; Don Eusebio viendo su programa favorito sin importarle nada más.
Los días pasaron y la tensión creció. Empecé a llegar más tarde del trabajo para evitarlo. Me refugiaba en casa de mi amiga Marta los domingos por la tarde solo para poder hablar sin miedo a que él escuchara. Marta me decía: —Tienes que hablar con Sergio en serio. No puedes dejar que esto destruya tu matrimonio.—
Pero cada vez que lo intentaba, Sergio se cerraba más. —Es solo temporal— repetía como un mantra. Pero lo temporal se volvía eterno cuando cada día era una batalla.
Una noche escuché a Don Eusebio hablando por teléfono en voz baja: —Aquí no me quieren, pero qué le vamos a hacer…— Sentí una punzada de culpa. ¿Era yo la mala? ¿Estaba siendo injusta?
Al día siguiente intenté acercarme. Le pregunté por su infancia en Salamanca, por su trabajo en la Renfe, por su mujer fallecida hace años. Por un momento vi una chispa de humanidad en sus ojos cansados. Me contó historias de trenes y veranos en el pueblo. Pero al final volvió a su tono habitual: —Las cosas antes eran mejores.—
El día que cumplió cinco meses en casa, Sergio y yo tuvimos la peor discusión de nuestra vida. Yo lloraba y él gritaba. Don Eusebio apareció en el pasillo y nos miró con una mezcla de tristeza y orgullo mal disimulado.
—¿Veis? Por eso hay tantos divorcios hoy en día.—
Esa noche dormí sola en el sofá. Pensé en irme, dejarlo todo atrás. Pero al amanecer, Sergio se sentó a mi lado y me tomó la mano.
—No quiero perderte por culpa de esto.—
—Yo tampoco.—
Decidimos hablar con Don Eusebio juntos. Le explicamos cómo nos sentíamos, lo difícil que era para todos convivir así. Al principio se ofendió, pero luego bajó la cabeza.
—Supongo que ya es hora de volver a mi piso.—
Cuando finalmente se fue, la casa pareció respirar aliviada. Pero algo había cambiado entre Sergio y yo; una herida invisible que tardaría en sanar.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas parejas sobreviven a la convivencia forzada con la familia política? ¿Es posible recuperar el hogar después de tanto desgaste? ¿Vosotros qué haríais si vuestro suegro se convirtiera en vuestra sombra?