El eco de los secretos: una llamada desde el pasado
—¿Hola? —contesté, con la voz temblorosa, mientras miraba el reloj de la cocina. Las seis y cuarto. El sol de junio se colaba por la ventana, tiñendo de oro las baldosas. No suelo responder a números desconocidos, pero ese día algo me empujó a hacerlo.
—¿Marina? ¿Eres tú? —La voz al otro lado era suave, pero tenía ese deje inconfundible de Valladolid, mi ciudad natal.
Hubo un silencio incómodo. Mi corazón latía con fuerza. No reconocía la voz, pero sentía que debía hacerlo.
—Soy Eulalia, del instituto. ¿Te acuerdas de mí?
El nombre me golpeó como un cubo de agua fría. Eulalia. La última vez que la vi fue en la fiesta de graduación, hace más de treinta años. Me quedé sin palabras.
—Claro que me acuerdo —mentí. En realidad, recordaba más el dolor que su rostro: la traición, los susurros en los pasillos, el secreto que nos separó.
—Necesito verte —dijo, casi suplicando—. Es importante.
Colgué sin prometer nada, pero esa noche no pude dormir. Mi marido, Tomás, roncaba a mi lado ajeno a mi desvelo. Miré el techo y sentí cómo el pasado se colaba por las grietas de mi vida tranquila en Salamanca.
Al día siguiente, quedamos en una cafetería cerca de la Plaza Mayor. Eulalia llegó antes que yo; estaba más delgada y sus ojos tenían esa tristeza que sólo da el arrepentimiento. Nos abrazamos torpemente.
—No sé por dónde empezar —dijo ella, removiendo el café con nerviosismo.
—¿Por qué ahora? —pregunté, incapaz de disimular mi resentimiento.
—Porque no puedo más con esto —susurró—. Porque lo que pasó aquella noche… nunca debió ocurrir así.
Las palabras flotaron entre nosotras como cuchillos. Recordé la noche del incendio en casa de mis padres, cuando mi hermano pequeño, Álvaro, casi muere asfixiado. Siempre creí que fue un accidente, pero los rumores decían otra cosa. Y Eulalia… Eulalia estuvo allí.
—¿Qué quieres decir? —Mi voz era apenas un hilo.
Eulalia apretó los labios y miró por la ventana.
—Yo estaba con Álvaro en el desván. Fue idea mía encender las velas para asustarle… pero no pensé que se prendería la cortina. Cuando empezó el fuego, salí corriendo y le dejé allí.
Sentí cómo se me helaba la sangre. Durante años culpé a mi madre por dejar velas encendidas, a mi padre por no estar en casa… Nunca imaginé esto.
—¿Por qué no lo dijiste antes? —grité, olvidando dónde estábamos.
—Tenía miedo. Tu familia… todos os volvisteis contra mí después del instituto. Me marché a Barcelona para huir de la culpa.
Me levanté bruscamente y salí a la calle. El aire olía a verano y a recuerdos podridos. Caminé sin rumbo hasta llegar al puente romano. Lloré como no lloraba desde niña.
Esa noche, Tomás me encontró sentada en la cocina, con los ojos hinchados.
—¿Qué te pasa? —preguntó preocupado.
—¿Tú crees que se puede perdonar algo así? —le respondí sin mirarle.
Él se sentó a mi lado y me tomó la mano.
—No lo sé, Marina. Pero si no lo intentas, ese dolor te acompañará siempre.
Pasaron días antes de atreverme a llamar a Álvaro. Vivía en Madrid y apenas hablábamos desde hacía años; nuestra relación se había enfriado tras la muerte de nuestros padres. Cuando le conté lo que había descubierto, guardó silencio largo rato.
—Siempre supe que había algo raro —dijo al fin—. Pero ya no importa. Lo importante es que estamos vivos.
Pero para mí sí importaba. Sentía que toda mi vida había sido una mentira construida sobre secretos y silencios. Empecé a recordar otros momentos: las discusiones de mis padres, las miradas esquivas en las reuniones familiares, las veces que me sentí sola incluso rodeada de gente.
Un domingo decidí enfrentarme a Eulalia otra vez. Quedamos en el parque donde jugábamos de niñas.
—No sé si puedo perdonarte —le dije—. Pero tampoco quiero seguir viviendo con este peso.
Ella asintió y lloró en silencio. Nos quedamos allí mucho tiempo, viendo cómo los niños jugaban entre los árboles.
Con el paso de los meses empecé a reconstruir mi relación con Álvaro y a hablar más sinceramente con Tomás sobre mis miedos e inseguridades. Descubrí que todos tenemos secretos y heridas; lo importante es no dejar que nos definan para siempre.
A veces me pregunto: ¿cuántas vidas se construyen sobre mentiras piadosas o silencios cobardes? ¿Y si todos tuviéramos el valor de enfrentarnos al pasado? ¿Seríamos más libres o sólo más vulnerables?