El secreto de la casa de Lucía: Un jueves que lo cambió todo
—¿Pero qué demonios…? —murmuré, apretando el volante mientras aparcaba frente al bloque de pisos en Vallecas. El barrio aún olía a pan recién hecho y a café de bar, pero yo solo sentía un nudo en el estómago. ¿Por qué Lucía había pedido el día libre con tanta urgencia? ¿Por qué últimamente llegaba tan cansada y distraída?
No era propio de mí meterme en la vida de los demás, pero algo me empujó a salir del coche y subir las escaleras. El ascensor estaba estropeado —cómo no— y cada peldaño parecía juzgarme: «¿Qué haces aquí, Emiliano? ¿No tienes suficiente con tus problemas?». Pero seguí adelante.
Al llegar al tercero, oí voces tras la puerta de Lucía. Dudé un segundo antes de llamar. Escuché un susurro nervioso y luego pasos apresurados. La puerta se abrió apenas una rendija.
—¿Señor Emiliano? —Lucía tenía la cara pálida y los ojos hinchados—. ¿Qué hace aquí?
—Perdona que venga sin avisar, Lucía. Solo quería saber si estabas bien. Me preocupé…
Ella dudó, miró hacia atrás y luego abrió la puerta del todo. Dentro, el piso era pequeño pero acogedor, con fotos familiares en las paredes y una mesa llena de papeles y cuadernos escolares. En el sofá, un niño de unos diez años me miraba con desconfianza. A su lado, una mujer mayor —la madre de Lucía, supuse— intentaba disimular el temblor de sus manos.
—Pase, por favor —dijo Lucía, bajando la voz—. No esperaba visitas…
Me senté en una silla junto a la ventana. El niño no apartaba la vista de mí.
—¿Quién es ese, mamá? —preguntó con voz queda.
—Es mi jefe, cariño. El señor Emiliano.
La madre de Lucía carraspeó.
—¿Quiere un café? Aquí no tenemos Nespresso como en su casa, pero el nuestro es bueno.
Sonreí por primera vez en toda la mañana.
—Claro que sí, señora. El café de puchero es el mejor.
Mientras Lucía iba a la cocina, el niño se acercó despacio.
—¿Usted es rico? —me soltó de golpe.
Me quedé sin palabras. La sinceridad de los niños siempre me desarma.
—Bueno… digamos que tengo suerte en los negocios.
Él asintió serio.
—Mi mamá dice que los ricos no entienden lo que es tener miedo a fin de mes.
Sentí una punzada en el pecho. Antes de poder responder, Lucía volvió con el café y un plato de galletas María.
—Perdone a mi hijo, señor Emiliano. No sabe lo que dice…
—No te preocupes —la interrumpí—. Tiene razón en muchas cosas.
Hubo un silencio incómodo. Entonces la madre de Lucía habló:
—Lucía no le ha contado todo, ¿verdad?
Lucía me miró suplicante, pero yo ya intuía que algo importante estaba por salir a la luz.
—Mamá, por favor…
La mujer suspiró.
—Mire, señor Emiliano. Mi hija lleva meses trabajando para usted porque no tenemos otra salida. Yo estoy enferma y el padre del niño… bueno, nos dejó hace años. Pero lo que Lucía nunca le ha dicho es que ese niño…
Lucía se tapó la cara con las manos.
—¡Mamá! ¡Basta!
El niño se levantó y abrazó a su madre.
—No pasa nada, mamá. Yo ya lo sé todo.
Sentí que el aire se volvía más denso. Miré a Lucía y vi lágrimas en sus ojos.
—Señor Emiliano —dijo ella al fin, temblando—. Ese niño… es su nieto.
Me quedé helado. Mi hijo, muerto hace años en un accidente de moto, había tenido una relación con Lucía en secreto. Nadie me lo había contado nunca. Nadie me había dicho que tenía un nieto en Vallecas.
Durante unos segundos no supe qué decir ni qué sentir. Orgullo herido, rabia por el engaño, pero sobre todo una tristeza profunda por todo el tiempo perdido.
El niño me miraba ahora con otros ojos: mezcla de miedo y esperanza.
—¿Va a enfadarse con mamá? —preguntó bajito.
Negué con la cabeza y me levanté despacio para arrodillarme frente a él.
—No, hijo. No voy a enfadarme con nadie. Solo quiero conocerte… si tú quieres conocerme también.
Lucía rompió a llorar y su madre se tapó la boca para ahogar un sollozo. El niño asintió tímidamente y me abrazó sin decir nada más.
A veces la vida te da bofetadas para que despiertes y veas lo que realmente importa. ¿Cuántas veces juzgamos sin saber? ¿Cuántos secretos guardan las personas que creemos conocer? Quizá sea hora de dejar atrás el orgullo y empezar a escuchar de verdad.