El testamento en la mesilla: el día que mi madre me borró de su vida

—¿Por qué, mamá? ¿Por qué a Lucía sí y a mí no?—. Mi voz temblaba, pero no era de miedo, sino de rabia. Ella me miró desde la mesa del comedor, con esa calma suya que siempre me sacaba de quicio. No contestó. Solo apartó la mirada hacia la ventana, como si el tráfico de la calle de Alcalá pudiera darle una respuesta.

Todo empezó hace dos semanas. Aquella noche, no podía dormir. El insomnio me perseguía desde hacía meses, así que fui a la habitación de mi madre a buscar mis pastillas. Ella estaba en el hospital por una caída tonta —eso decía ella, pero yo sé que fue por no querer usar el bastón—. En la mesilla encontré el frasco, pero también un sobre abierto. No sé por qué lo abrí. Quizás porque llevaba mi nombre escrito en una esquina, con su letra apretada y nerviosa.

Dentro estaba el testamento. Lo leí dos veces, sin entender. Todo —el piso en Chamberí, las joyas de la abuela, incluso el cuadro de Sorolla que tanto le gustaba— era para Lucía. Ni una palabra sobre mí. Ni una mención. Como si yo no existiera.

Me senté en la cama y lloré como una niña pequeña. Recordé los veranos en Benidorm, cuando mamá nos llevaba a Lucía y a mí a la playa y nos compraba polos de limón. Recordé los domingos de cocido y las tardes de lluvia viendo películas antiguas en el salón. Siempre pensé que éramos iguales para ella. Siempre pensé que me quería.

Cuando volvió del hospital, no pude callármelo más.

—¿Has visto mi testamento?— preguntó ella, sin mirarme.

—Sí. ¿Por qué lo has hecho? ¿Qué te he hecho yo?—

Lucía apareció en la puerta, con esa cara de preocupación falsa que pone cuando sabe que algo va mal pero no quiere mojarse.

—Mamá solo quiere lo mejor para nosotras— dijo Lucía, como si eso explicara algo.

—¿Lo mejor? ¿Dejarme fuera? ¿Eso es lo mejor?—

Mi madre suspiró. Se levantó despacio y vino hacia mí. Me cogió la mano, pero yo la aparté.

—No es lo que piensas, Carmen. No es por ti. Es porque Lucía tiene dos niños pequeños y tú… tú siempre has dicho que no necesitas nada.—

—¿Y eso qué importa? ¿No soy tu hija igual? ¿No merezco ni una palabra?—

Ella bajó la cabeza. Por primera vez en mi vida vi a mi madre derrotada.

Durante días no hablamos. Yo iba al trabajo —soy profesora en un instituto público— y volvía a casa solo para encerrarme en mi cuarto. Lucía intentó mediar, pero cada vez que la veía sentía una mezcla de celos y rabia que no sabía controlar.

Una tarde, mientras preparaba exámenes, recibí un mensaje de mi madre: “Ven a casa. Hablemos”. Dudé mucho antes de ir. Cuando llegué, ella estaba sentada en el sofá con una caja de fotos sobre las rodillas.

—Mira esto— dijo, mostrándome una foto de cuando tenía cinco años y llevaba un disfraz de princesa.— Siempre has sido fuerte, Carmen. Siempre has salido adelante sola.—

—¿Y eso te da derecho a olvidarme?—

—No te he olvidado.—

Me contó entonces algo que nunca imaginé: cuando nací, tuvo miedo de no poder quererme igual que a Lucía porque yo era tan distinta a ella. Pero con los años se dio cuenta de que yo era su reflejo: terca, independiente, incapaz de pedir ayuda aunque la necesitara.

—Pensé que si te dejaba fuera del testamento te haría un favor. Que así no te sentirías atada a nada ni a nadie.—

No supe qué decirle. Me sentí aún más sola.

Esa noche discutimos otra vez. Le grité cosas horribles: que nunca me había querido, que siempre había preferido a Lucía porque era más dócil, más fácil de manejar. Ella lloró en silencio. Yo también.

Los días pasaron y la tensión se hizo insoportable. En Navidad ni siquiera fui a cenar con ellas. Mi padre murió hace años y ahora sentía que había perdido también a mi madre y a mi hermana.

En enero recibí una carta suya: “Te quiero, Carmen. No sé hacerlo bien, pero te quiero”. La leí mil veces y aún así no fui capaz de perdonarla.

Hoy han pasado tres meses desde aquel día en la mesilla. Sigo sin hablar con mi madre más allá de lo imprescindible. Lucía me llama cada semana para intentar convencerme de que lo olvide todo, pero yo no puedo.

A veces pienso si estoy siendo demasiado dura. Si debería dejar atrás el orgullo y volver a casa como antes. Pero luego recuerdo ese papel frío y legal donde mi nombre no existía y siento que algo se ha roto para siempre.

¿Es posible perdonar algo así? ¿O hay heridas familiares que nunca se cierran?