Entre el amor de madre y la traición: Mi hijo destrozó nuestra familia

—¿Cómo has podido hacerme esto, Sergio? —le grité aquella tarde de noviembre, con la voz rota y las manos temblando sobre la mesa del comedor. El olor a cocido aún flotaba en el aire, pero nadie tenía hambre. Mi hijo me miraba con los ojos bajos, incapaz de sostener mi mirada. Detrás de él, la puerta del salón seguía abierta, como si en cualquier momento Lucía fuera a entrar con los gemelos en brazos, como hacía antes, cuando aún éramos una familia.

Pero Lucía ya no vivía aquí. Y los gemelos, mis nietos, apenas tenían seis meses cuando Sergio decidió marcharse con otra mujer. Cinco años han pasado desde entonces y todavía siento el mismo nudo en el estómago cada vez que pienso en aquel día. ¿Cómo se perdona algo así? ¿Cómo se sigue adelante cuando tu propio hijo es el causante del dolor más grande que ha vivido tu familia?

Recuerdo perfectamente la primera vez que vi a Laura, la nueva pareja de Sergio. Fue en la comunión de los niños de mi vecina Carmen. Sergio llegó de la mano de esa chica rubia, mucho más joven que él, con una sonrisa nerviosa y un ramo de flores para mí. Yo no pude ni mirarla a los ojos. Sentí que me faltaba el aire, como si alguien me apretara el pecho desde dentro.

—Mamá, por favor, intenta entenderlo —me suplicó Sergio aquella noche, cuando todos se habían ido y solo quedábamos él y yo en la cocina.

—¿Entender qué? ¿Que has destrozado a tu familia? ¿Que has dejado a Lucía sola con dos bebés? —le respondí entre lágrimas.

Sergio no dijo nada. Se limitó a bajar la cabeza y a frotarse las manos, nervioso. En ese momento sentí una rabia tan profunda que tuve que salir al balcón para respirar.

Desde entonces, nuestra relación nunca volvió a ser la misma. Yo, que siempre había sido una madre protectora y cariñosa, empecé a evitarle. No podía soportar verle feliz con Laura mientras Lucía luchaba cada día por sacar adelante a los niños. Me dolía ver cómo mi nieta Paula preguntaba por su padre y cómo mi nieto Daniel se aferraba a Lucía cada vez que Sergio venía a recogerles los fines de semana.

En el barrio todos hablaban. En el mercado, las vecinas cuchicheaban a mis espaldas. «Pobre Lucía, con lo buena chica que es…» «¿Y su madre? ¿No le dice nada al hijo?» Yo sentía la vergüenza arderme en las mejillas cada vez que salía a comprar el pan.

Mi marido, Antonio, intentaba mediar entre nosotros. «Es nuestro hijo, Carmen. No podemos darle la espalda para siempre», me decía por las noches mientras veíamos las noticias en la tele. Pero yo no podía evitarlo. Cada vez que veía a Sergio con Laura sentía que traicionaba a Lucía y a mis nietos.

Una tarde de domingo, Lucía vino a casa con los niños. Habían estado en el parque y traían las mejillas sonrojadas por el frío. Paula corrió a abrazarme y Daniel se sentó en mi regazo, jugando con mis pulseras.

—Carmen —me dijo Lucía en voz baja mientras los niños jugaban—, tienes que intentar perdonarle. Por ellos. No quiero que crezcan sintiendo este rencor entre vosotros.

Me quedé mirándola, admirando su entereza. Lucía nunca me pidió que eligiera entre ella y mi hijo. Siempre fue respetuosa, incluso cuando tenía todo el derecho del mundo a estar enfadada conmigo por seguir hablando con Sergio.

Pero yo no podía evitar sentirme dividida. Por las noches lloraba en silencio, preguntándome si era una mala madre por no poder aceptar la nueva vida de mi hijo. ¿Acaso no debía quererle por encima de todo? ¿O era mi deber como madre hacerle ver el daño que había causado?

El tiempo fue pasando y las heridas no terminaban de cerrar. Las Navidades eran un suplicio: dos cenas distintas, dos familias separadas por una traición imposible de olvidar. Antonio intentaba reunirnos a todos, pero siempre acabábamos discutiendo o alguien terminaba llorando.

Un día recibí una llamada de Sergio. Su voz sonaba temblorosa al otro lado del teléfono.

—Mamá, Laura está embarazada —me dijo.

Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. No supe qué decirle. Felicitarle me parecía una traición a Lucía y a mis nietos; colgarle el teléfono, una traición a mi propio hijo.

—No sé qué esperas que te diga —respondí al final.

Sergio suspiró.

—Solo quiero que estés conmigo, mamá. Que no me odies.

Colgué sin responderle. Aquella noche no pude dormir. Me levanté varias veces para mirar las fotos antiguas: Sergio y Lucía en su boda; los gemelos recién nacidos; todos juntos en la playa de Benidorm aquel verano antes de que todo se rompiera.

A veces pienso en lo diferente que habría sido todo si Sergio hubiera hablado conmigo antes de tomar aquella decisión. Si hubiera intentado salvar su matrimonio o al menos haber sido sincero desde el principio. Pero ya es tarde para eso.

La semana pasada fue el cumpleaños de Daniel. Sergio vino con Laura y su bebé recién nacido. Los niños jugaban juntos en el salón mientras los adultos nos mirábamos en silencio desde la mesa del comedor. Nadie sabía qué decir; todos fingíamos normalidad mientras por dentro sentíamos el peso del pasado sobre los hombros.

Al final del día, cuando todos se habían ido y yo recogía los platos vacíos, me quedé sola en la cocina pensando en todo lo que habíamos perdido como familia. ¿Podré algún día perdonar a mi hijo? ¿O estoy condenada a vivir con este dolor para siempre?

A veces me pregunto: ¿es posible querer a un hijo sin aceptar sus errores? ¿O el verdadero amor de madre consiste precisamente en saber perdonar lo imperdonable?