Entre el Orgullo y la Culpa: La Historia de una Madre Española
—¿Por qué no puedes ser más como tu hermano? —La pregunta salió de mis labios antes de que pudiera detenerme. Sergio, con sus ojos oscuros llenos de tristeza, bajó la mirada y apretó los puños. Alejandro, sentado a su lado en la mesa del comedor, fingió no escuchar, pero yo vi cómo una sonrisa fugaz se dibujaba en su rostro. Era la típica noche de domingo en nuestro piso de Chamberí, pero el ambiente estaba cargado de electricidad.
Siempre pensé que hacía lo correcto. Desde pequeños, Sergio y Alejandro fueron como el día y la noche. Sergio, mi primogénito, nació prematuro y siempre fue delicado, reservado, con una sensibilidad que me desarmaba. Alejandro, en cambio, llegó al mundo con fuerza: aprendió a hablar antes de tiempo, sacaba sobresalientes sin esfuerzo y era el alma de cualquier reunión familiar. Mi marido, Luis, solía decir que cada hijo es un mundo, pero yo no podía evitar comparar.
Recuerdo una tarde lluviosa en la que Sergio llegó a casa con un suspenso en matemáticas. Yo estaba preparando croquetas y él dejó el boletín sobre la encimera sin decir palabra. Alejandro entró corriendo detrás con su propio boletín: todo sobresalientes. —Mamá, mira —dijo Alejandro—, he sacado un diez en inglés. Yo lo abracé y le di un beso en la frente. Sergio se quedó quieto, mirando por la ventana. No le dije nada. No supe qué decirle.
Con el tiempo, mis palabras se volvieron cuchillos. —Tienes que esforzarte más —le repetía a Sergio—. Mira a tu hermano: si él puede, tú también. Pero Sergio no podía. O no quería. Empezó a encerrarse en su cuarto, a escuchar música con los cascos puestos para no oír nuestras conversaciones. Luis intentaba mediar: —Déjale espacio, Carmen —me decía—. No todos los niños son iguales. Pero yo solo veía el potencial desperdiciado.
El punto de inflexión llegó el día de la entrega de premios del instituto. Alejandro subió al escenario entre aplausos para recoger el diploma al mejor expediente académico. Yo lloré de orgullo. Busqué a Sergio entre el público; estaba al fondo, solo, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida. Al volver a casa, intenté animarle: —El año que viene puedes ser tú —le dije—. Solo tienes que ponerle ganas. Él no contestó.
Una noche escuché a los chicos discutir en su habitación:
—¿Por qué siempre tienes que ser el mejor? —gritó Sergio.
—No es culpa mía si tú eres un inútil —respondió Alejandro con crueldad adolescente.
Me quedé paralizada tras la puerta. Quise entrar y mediar, pero no supe cómo hacerlo sin empeorar las cosas.
Los años pasaron y la distancia entre ellos creció. Sergio terminó bachillerato por los pelos y decidió no ir a la universidad. Se puso a trabajar en una tienda de ropa del barrio. Alejandro entró en la Autónoma para estudiar Medicina; cada vez que venía a casa traía historias de prácticas y exámenes superados con matrícula de honor.
Un día, mientras preparaba la cena, Sergio se acercó a mí:
—Mamá, ¿alguna vez has estado orgullosa de mí?
Me quedé helada. No supe qué responderle. Quise abrazarle, decirle que sí, que siempre lo había estado… pero las palabras se me atragantaron en la garganta.
Luis enfermó poco después y todo cambió. La enfermedad nos obligó a convivir bajo el mismo techo durante meses. Fue entonces cuando vi lo que nunca quise ver: Sergio era quien se levantaba por las noches para cuidar a su padre; quien le leía el periódico cuando ya no podía sostenerlo; quien le hacía reír cuando el dolor era insoportable. Alejandro venía los fines de semana, siempre con prisa, siempre con excusas.
Una tarde encontré a Sergio sentado junto a la cama de Luis:
—No te preocupes por mamá —le decía—. Yo me encargo de todo.
Me senté a su lado y le cogí la mano:
—Perdóname, hijo —susurré—. He sido injusta contigo.
Él me miró con lágrimas en los ojos:
—Solo quería que me vieras.
Luis falleció en primavera. El funeral fue sencillo; Alejandro leyó unas palabras bonitas, pero fue Sergio quien organizó todo: llamó a los familiares, preparó la comida para después y consoló a su abuela cuando rompió a llorar.
Ahora escribo estas líneas desde el mismo salón donde tantas veces comparé a mis hijos sin darme cuenta del daño que hacía. Sergio vive cerca y viene cada tarde a tomar café conmigo; Alejandro llama de vez en cuando desde el hospital donde trabaja.
A veces me pregunto: ¿cuántas madres españolas han cometido mi error? ¿Cuántos hijos han crecido sintiéndose invisibles por culpa de una comparación injusta? Si pudiera volver atrás… ¿sería capaz de ver a mis hijos tal y como son, sin medirles con la misma vara?
¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez que no erais suficientes para vuestros padres? ¿O quizás habéis cometido mi error sin daros cuenta?