Entre las paredes de mi vida: ¿Vender mi hogar por el sueño de mi hijo?
—No puedes seguir así, Carmen. Es egoísta —me espetó Lucía, con los brazos cruzados y la mirada clavada en el suelo de mi salón.
Sentí que el aire se volvía denso, como si las paredes de mi casa —mi refugio durante casi setenta años— se cerraran sobre mí. Mi hijo, Álvaro, evitaba mirarme. Jugaba con las llaves en el bolsillo, nervioso. Mis nietos correteaban por el pasillo, ajenos al drama que se cocía en el corazón de nuestra familia.
—¿Egoísta? —repetí, con la voz temblorosa—. ¿Por querer quedarme en la única casa que he conocido?
Lucía suspiró. —Mamá, llevamos años intentando levantar nuestra casa. Los niños crecen y no cabemos en el piso. Álvaro no puede más. Si vendieras esta casa podríamos terminar la obra y todos estaríamos mejor.
Me quedé callada. Miré alrededor: las fotos de mi difunto marido, Antonio; los muebles que él mismo barnizó; el reloj de pared que heredé de mi madre. Cada rincón tenía una historia. ¿Cómo podía desprenderme de todo eso?
Álvaro al fin habló:
—Mamá, no te estamos pidiendo que te vayas a la calle. Podrías venirte con nosotros mientras terminamos la casa. Luego podrías vivir con nosotros o buscar un piso pequeño…
Sentí un nudo en el estómago. ¿Vivir con ellos? ¿Convertirme en una carga? Recordé a mi vecina Pilar, que terminó en una residencia porque su hija no podía atenderla. Siempre me juré que no acabaría así.
—No es tan fácil —dije al fin—. Esta casa es lo único que tengo. Si la vendo, ¿qué me queda?
Lucía se levantó bruscamente.
—¡Siempre igual! Piensas solo en ti. ¿Y tus nietos? ¿No merecen un hogar digno?
Álvaro intentó calmarla, pero ella ya estaba recogiendo los abrigos de los niños.
—Vámonos —dijo seca—. No tiene sentido seguir hablando.
La puerta se cerró de golpe y el silencio me golpeó como una bofetada. Me senté en el sofá y lloré en silencio. No era solo la casa; era mi vida entera la que estaba en juego.
Esa noche apenas dormí. Soñé con Antonio, con sus manos ásperas acariciando mis mejillas y su voz tranquila: “Carmen, haz lo que te dicte el corazón”. Pero mi corazón estaba roto.
Al día siguiente fui al banco. Quería saber si podría permitirme un alquiler decente si vendía la casa. El director, don Manuel, fue claro:
—Con lo que le quedaría después de ayudar a su hijo y pagar impuestos… le alcanzaría para unos años de alquiler modesto, pero… ¿y después?
Salí del banco más confundida aún. En la calle Mayor vi a varias mujeres de mi edad sentadas en un banco al sol. Me acerqué a ellas; eran del barrio de toda la vida.
—¿Tú venderías tu casa para ayudar a tus hijos? —pregunté a Rosario.
Ella negó con la cabeza.
—Mis hijos tienen su vida. Yo ya hice bastante por ellos. Ahora me toca pensar en mí.
Pero yo no era Rosario. Yo era Carmen, y Álvaro era mi único hijo.
Esa tarde vinieron otra vez. Lucía traía una carpeta con papeles y presupuestos.
—Mira, Carmen —dijo más suave—. Si vendes ahora, podemos terminar la casa antes del verano. Los niños tendrían su habitación…
Álvaro añadió:
—Mamá, no queremos hacerte daño. Pero necesitamos tu ayuda.
Miré sus caras: Lucía, decidida; Álvaro, cansado; los niños jugando con mis gatos.
—¿Y si luego no puedo pagar un alquiler? ¿Y si me enfermo? ¿Y si os cansáis de mí?
Lucía bufó:
—Siempre pensando en lo peor…
Álvaro me tomó la mano:
—Mamá…
Me levanté bruscamente.
—¡Basta! Necesito tiempo para pensar.
Esa noche llamé a mi hermana Mercedes.
—No sé qué hacer —le confesé entre lágrimas.
Ella fue tajante:
—Carmen, tu casa es tu seguridad. Si la pierdes, lo pierdes todo. Tus hijos deben buscarse la vida como hicimos nosotras.
Pero yo veía los ojos tristes de Álvaro cuando se iba cada noche a ese piso diminuto…
Pasaron los días y la presión aumentó. Lucía dejó de llamarme; Álvaro venía solo y apenas hablaba. Los niños preguntaban por qué la abuela estaba triste.
Una tarde encontré a Álvaro sentado en el portal, cabizbajo.
—Lo siento, mamá —dijo sin mirarme—. No quería hacerte daño… Pero estoy desesperado.
Le abracé fuerte. Sentí su dolor como propio.
—Hijo… siempre quise lo mejor para ti. Pero también tengo miedo…
Él asintió y se fue sin decir más.
Esa noche escribí una carta para Lucía y Álvaro:
“Os quiero más que a nada en este mundo, pero no puedo sacrificar mi seguridad ni mis recuerdos por un sueño que no es mío. Espero que algún día podáis entenderlo”.
La dejé sobre la mesa del comedor y me fui a dormir con el corazón encogido pero aliviado.
Hoy sigo aquí, entre las paredes que guardan mi historia. Mi relación con Lucía sigue fría; con Álvaro es cordial pero distante. A veces me siento egoísta; otras veces fuerte por haberme defendido.
¿De verdad es egoísmo proteger lo poco que nos queda cuando envejecemos? ¿O es simplemente dignidad? ¿Qué habríais hecho vosotros?