Treinta años criando a cinco hijos: ahora, nadie quiere ayudarnos
—¿Otra vez sopa, mamá? —preguntó Lucía, la pequeña, con ese tono entre queja y resignación que solo los niños hambrientos conocen.
—Es lo que hay, hija. Si quieres, mañana te hago lentejas —le respondí, mientras removía la olla y sentía el peso de la jornada en la espalda. Mi marido, Antonio, llegaría en cualquier momento del campo, cansado y con las manos llenas de tierra. Los otros cuatro hijos —Marcos, Elena, Sergio y Raúl— peleaban por el mando de la televisión en el salón. Así era mi vida hace treinta años: ruido, risas, peleas, carreras por el pasillo y una casa siempre llena.
Hoy, la casa está en silencio. El reloj del pasillo marca las horas con un eco que me retumba en el pecho. Antonio duerme la siesta en el sillón, con la radio bajita. Yo me siento junto a la ventana, mirando el campo seco y los almendros que plantamos cuando los niños eran pequeños. Me pregunto en qué momento se rompió todo.
Recuerdo las noches sin dormir cuando Lucía tenía fiebre y yo rezaba para que no fuera nada grave. O cuando Marcos se cayó de la bicicleta y le cosieron la barbilla en urgencias. Las excursiones al río en verano, los cumpleaños con bizcocho casero y velas recicladas de otros años. Todo lo hice por ellos. Todo lo dimos por ellos.
Pero ahora… Ahora apenas llaman. Cuando lo hacen, es para decir que están ocupados, que no pueden venir este fin de semana, que los niños tienen actividades o que el trabajo les absorbe. La última vez que estuvimos todos juntos fue hace dos Navidades. Elena llegó tarde y se fue pronto porque su marido tenía guardia en el hospital. Sergio ni siquiera vino; mandó un mensaje diciendo que le había surgido un viaje de trabajo.
Antonio no habla mucho del tema, pero sé que le duele. El otro día le oí murmurar:
—Para esto hemos trabajado toda la vida…
Me acerqué y le puse la mano en el hombro. No supe qué decirle. ¿Qué palabras pueden consolar a un padre que siente que sus hijos le han olvidado?
Hace unas semanas me caí en la cocina. Nada grave, solo un resbalón tonto fregando el suelo. Me dolía la cadera y Antonio tuvo que ayudarme a levantarme. Pensé en llamar a alguno de los chicos, pero me dio vergüenza molestarles. Al final, fue mi vecina Carmen quien vino a ver cómo estaba cuando me vio cojear por la calle.
—¿Y tus hijos? —me preguntó Carmen mientras me ayudaba a sentarme.
—Están muy liados —mentí.
La verdad es que no sé si están liados o simplemente han aprendido a vivir sin nosotros. A veces pienso que les dimos demasiada libertad, que les enseñamos a volar tan alto que se olvidaron del nido.
El otro día llamé a Lucía. Le conté lo de la caída y le pregunté si podía venir a pasar el fin de semana con nosotros.
—Ay, mamá… Es que tengo mucho lío con los niños y Juan trabaja todo el sábado. ¿Por qué no vais vosotros a Madrid?
—No estamos para muchos viajes ya, hija —le dije, intentando sonar comprensiva.
—Bueno, ya veremos si podemos escaparnos pronto —respondió ella antes de colgar.
Colgué el teléfono sintiendo una mezcla de rabia y tristeza. ¿Tan difícil es entender que ahora somos nosotros quienes necesitamos ayuda?
Marcos vive en Valencia y apenas llama. Cuando lo hace, habla deprisa, como si tuviera prisa por terminar la conversación.
—¿Qué tal todo por allí? —le pregunto siempre.
—Bien, mamá, bien… Mucho trabajo. ¿Y vosotros?
—Aquí estamos…
—Bueno, te dejo que tengo una reunión —y cuelga antes de que pueda decirle nada más.
Elena es la única que a veces pregunta cómo estamos de verdad. Pero tiene tres hijos pequeños y un marido médico; su vida es un caos constante.
Sergio y Raúl ni siquiera viven en España. Se fueron a Alemania hace años buscando mejores oportunidades. Al principio llamaban cada semana; ahora solo escriben mensajes por WhatsApp en Navidad o para felicitar el cumpleaños.
Antonio cada vez sale menos de casa. Antes iba al bar del pueblo a jugar al dominó o charlar con los vecinos. Ahora dice que le da pereza salir, pero yo sé que es porque no quiere escuchar los comentarios de los demás:
—¿Y tus hijos? Hace tiempo que no se les ve por aquí…
A veces discutimos por tonterías: por la comida, por la televisión, por quién baja la basura. Pero sé que en realidad discutimos porque estamos tristes y nos sentimos solos.
Una tarde de domingo, mientras recogía la ropa tendida del patio, vi pasar a Carmen con su nieta de la mano. Me saludó desde lejos:
—¡Ánimo, Rosario! —gritó.
Sentí una punzada de envidia al verlas juntas. Yo también soñaba con tener la casa llena de nietos correteando por el pasillo.
Esa noche me senté junto a Antonio en silencio. Él miraba las fotos antiguas colgadas en la pared: los cinco niños vestidos de domingo para la comunión de Elena; todos juntos en la playa de Benidorm aquel verano inolvidable; Lucía soplando las velas de su primer cumpleaños.
—¿En qué fallamos? —me preguntó Antonio sin apartar la vista de las fotos.
No supe qué responderle. ¿De verdad fallamos? ¿O simplemente así es la vida ahora? Los hijos crecen, se van lejos y se olvidan de sus padres… ¿O somos nosotros los que no supimos adaptarnos a los nuevos tiempos?
A veces pienso en vender la casa e irnos a una residencia en Ciudad Real. Pero me aterra dejar atrás todos estos recuerdos: las risas, los llantos, las noches sin dormir… ¿Quién cuidará de nosotros si ni siquiera nuestros hijos quieren hacerlo?
Me gustaría preguntarles: ¿Os dais cuenta del vacío que habéis dejado? ¿Alguna vez pensáis en nosotros cuando os sentáis a cenar con vuestras familias?
Quizá algún día entiendan lo que es sentirse solo rodeado de recuerdos. O quizá no…
¿Es esto lo que nos espera a todos los padres cuando nuestros hijos crecen? ¿O aún hay esperanza para las familias rotas por el tiempo y la distancia?