Cuando el Amor se Vuelve Ruina: La Historia de Un Error Irreversible

—¿De verdad vas a dejarlo todo por ella? —La voz de mi madre temblaba, entre la rabia y la súplica, mientras yo recogía mis cosas del salón.

No respondí. No podía. El nudo en mi garganta era tan grande que apenas podía respirar. Miré a mi padre, sentado en su sillón de siempre, con la mirada fija en el suelo. Mi hermana Marta, desde la puerta, me miraba como si no me reconociera. Y yo, Andrés, el hijo responsable, el marido fiel, el padre atento… estaba a punto de convertirme en un extraño para todos ellos.

Todo empezó hace dos años, en una cafetería del centro de Madrid. Yo había ido a tomar un café rápido antes de volver al trabajo. Lucía estaba allí, leyendo un libro de poemas de Lorca. Nos cruzamos las miradas y, sin saber cómo, terminamos hablando durante horas. Me sentí vivo de nuevo, como si los años de rutina y obligaciones se desvanecieran ante su sonrisa. Ella era diferente: espontánea, apasionada, con una risa contagiosa y una mirada que parecía prometerme un mundo nuevo.

Al principio fueron mensajes inocentes, cafés furtivos, largas conversaciones por WhatsApp cuando mi mujer, Carmen, ya dormía. Pero pronto la culpa empezó a mezclarse con la emoción. Me decía a mí mismo que no estaba haciendo nada malo, que solo necesitaba sentirme escuchado, comprendido. Pero la verdad es que ya estaba cruzando una línea invisible.

Una noche, después de una discusión absurda con Carmen sobre las notas de nuestro hijo Pablo, salí a la calle y llamé a Lucía. Me recibió en su piso de Lavapiés con una copa de vino y un abrazo cálido. Aquella noche no volví a casa. Y al día siguiente tampoco. Cuando regresé, Carmen me esperaba en la cocina con los ojos hinchados y una carta en la mano.

—¿Quién es ella? —me preguntó sin rodeos.

No supe mentirle. Le confesé todo: mi insatisfacción, mi cansancio, mi deseo de empezar de nuevo. Ella lloró en silencio mientras yo recogía mis cosas. Pablo me miraba desde el pasillo con una mezcla de miedo y desconcierto. Marta vino corriendo desde su casa al enterarse y me suplicó que recapacitara.

Pero yo ya había tomado una decisión. Me fui a vivir con Lucía convencido de que era lo correcto, de que merecía ser feliz aunque fuera a costa del dolor ajeno.

Al principio todo fue mágico: escapadas a la sierra, cenas improvisadas en Malasaña, noches interminables hablando sobre sueños y proyectos. Pero pronto la realidad empezó a filtrarse por las grietas: Lucía no soportaba mis ausencias cuando iba a ver a Pablo; yo me sentía culpable cada vez que Carmen me escribía para pedirme ayuda con algún problema del niño; mis padres dejaron de hablarme; Marta me bloqueó en el móvil.

Un día llegué al piso y encontré a Lucía llorando en el sofá.

—No puedo más con esto —me dijo—. No quiero ser la causa de tu desgracia ni vivir con tus fantasmas.

Intenté convencerla de que todo iría bien, pero ella ya había tomado su decisión. Se marchó esa misma noche, dejándome solo en un piso lleno de recuerdos prestados.

Intenté volver a casa, pero Carmen ya había rehecho su vida. Pablo apenas me hablaba; mis padres no querían verme; Marta seguía sin contestar mis mensajes. Me quedé solo, aferrado al remordimiento y al eco de las decisiones que tomé.

A veces paseo por el Retiro y veo familias riendo juntas, parejas cogidas de la mano, niños jugando al fútbol como hacía Pablo conmigo los domingos por la mañana. Me pregunto en qué momento perdí el rumbo, cuándo dejé de valorar lo que tenía por perseguir una ilusión efímera.

He intentado pedir perdón mil veces, pero sé que hay heridas que no se cierran nunca. La soledad es ahora mi única compañía; el arrepentimiento, mi castigo diario.

¿De verdad merece la pena arriesgarlo todo por una pasión pasajera? ¿O hay errores que simplemente no tienen vuelta atrás? ¿Vosotros habéis sentido alguna vez que una decisión os ha cambiado la vida para siempre?