Dos caras de la verdad: Mi vida con Sergio

—¿Dónde estabas anoche, Sergio? —pregunté con la voz temblorosa, apretando el móvil entre los dedos como si pudiera exprimirle la verdad.

Él ni siquiera levantó la vista del periódico. —Ya te lo he dicho, Lucía. Salí tarde del trabajo. ¿Por qué siempre tienes que desconfiar?

No era la primera vez que sentía ese nudo en el estómago, esa punzada de sospecha que me robaba el sueño. Pero esta vez era distinto. Había encontrado un recibo de un hotel en su chaqueta, uno de esos hoteles discretos en las afueras de Madrid donde nadie pregunta nada. El nombre de la otra persona estaba tachado, pero el suyo no.

Durante semanas, viví en una especie de niebla. Me levantaba, preparaba el desayuno para nuestros hijos, Pablo y Marta, y fingía que todo estaba bien. Pero cada vez que Sergio me besaba en la mejilla antes de irse al trabajo, sentía que me atravesaba una daga helada. ¿Quién era yo para él? ¿Una esposa? ¿Una tapadera?

Una tarde, mientras recogía a Marta del colegio, la vi. Una mujer rubia, elegante, con un niño pequeño de la mano. Sergio estaba con ellos, riendo, agachado a la altura del niño. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Me escondí tras un árbol y observé cómo se despedían. Él besó a la mujer en la mejilla, igual que a mí cada mañana.

Esa noche no pude dormir. El corazón me latía tan fuerte que creía que iba a explotar. Decidí que tenía que saber la verdad, aunque me destrozara.

Al día siguiente, seguí a Sergio después del trabajo. Lo vi entrar en un edificio antiguo en Chamberí. Esperé en la acera, temblando de frío y rabia. Al cabo de una hora, salió acompañado de la mujer rubia. Se abrazaron y se despidieron con un beso fugaz.

No pude más. Me acerqué a ella unos días después, cuando Sergio no estaba cerca. —Perdona —le dije—, ¿eres amiga de Sergio?

Me miró sorprendida. —¿Le conoces?

—Soy su esposa.

El silencio que siguió fue tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo. Ella palideció y dejó caer el bolso al suelo.

—¿Su esposa? Pero… él me dijo que estaba divorciado.

Nos sentamos en una cafetería cercana. Entre lágrimas y cafés fríos, descubrimos que ambas habíamos vivido una mentira. Ella se llamaba Carmen y llevaba tres años con Sergio. Tenían planes de irse a vivir juntos el verano siguiente.

Volví a casa destrozada. Sergio llegó tarde esa noche y le esperé en el salón, sentada en la oscuridad.

—¿Por qué? —pregunté cuando entró—. ¿Por qué nos has hecho esto?

Él intentó negarlo al principio, pero cuando le conté que había hablado con Carmen, se derrumbó. Lloró como nunca le había visto llorar.

—No quería haceros daño —dijo entre sollozos—. No sé cómo he llegado hasta aquí.

Durante semanas vivimos en una tensión insoportable. Pablo y Marta notaban algo raro, pero yo no podía explicarles nada sin romperles el corazón. Mis padres me decían que pensara en los niños, que intentara perdonar a Sergio por el bien de la familia. Pero yo solo sentía rabia y vergüenza.

Carmen y yo seguimos hablando. Nos apoyábamos mutuamente porque solo nosotras sabíamos lo que era vivir engañadas por el mismo hombre. Ella decidió dejarle enseguida; yo tardé más. Me aferraba a los recuerdos felices, a las promesas rotas, al miedo al qué dirán.

Una noche, después de acostar a los niños, miré mi reflejo en el espejo del baño y no me reconocí. Tenía ojeras profundas y los ojos apagados. Me di cuenta de que había perdido mi dignidad por intentar salvar algo que ya no existía.

Al día siguiente le pedí a Sergio que se fuera de casa. Lloró otra vez, suplicó perdón, prometió cambiar. Pero yo ya no podía creerle.

El proceso de separación fue duro y largo. Mis suegros me culparon por «no saber mantener a mi marido contento»; mis amigas se dividieron entre las que me apoyaban y las que preferían mirar hacia otro lado para no incomodarse.

Poco a poco fui reconstruyendo mi vida. Volví a trabajar como profesora de literatura en un instituto público de Madrid. Descubrí que podía reírme otra vez, salir con amigas sin sentirme culpable, disfrutar de mis hijos sin miedo a lo que pudiera pasar mañana.

A veces Carmen y yo quedamos para tomar un café y hablar de todo lo que hemos aprendido. No somos amigas íntimas, pero compartimos una herida común.

Hoy, cuando veo a Sergio recoger a los niños los fines de semana, siento una mezcla extraña de pena y alivio. Ya no le odio; simplemente le he dejado atrás.

Me pregunto cuántas mujeres viven atrapadas en mentiras parecidas por miedo al qué dirán o por no querer romper una familia «perfecta» ante los ojos de los demás.

¿De verdad merece la pena sacrificar nuestra felicidad por mantener una fachada? ¿Cuántas Lucías hay ahí fuera esperando el valor para enfrentarse a la verdad?