El día que Pedro eligió a su madre

—¿De verdad vas a dejarme sola esta noche? —le pregunté a Pedro, con la voz temblorosa, mientras sostenía la maleta a medio hacer en el pasillo de nuestro pequeño piso en Vallecas.

Él no me miraba a los ojos. Se limitaba a doblar una camisa, como si la decisión que acababa de tomar no fuera a romperme en mil pedazos. Afuera llovía, y el sonido de las gotas golpeando la ventana parecía acompañar mi angustia.

—Lo siento, Lucía. Mi madre me necesita. No puedo dejarla sola ahora —susurró, casi inaudible.

No era la primera vez que la sombra de su madre se interponía entre nosotros, pero sí era la más dolorosa. Llevábamos meses planeando mudarnos juntos, lejos de las miradas inquisitivas y los comentarios pasivo-agresivos de doña Carmen, su madre. Habíamos soñado con un piso propio, con desayunos tranquilos y domingos de sofá y series. Pero esa noche, todo se vino abajo.

Me senté en el borde de la cama, sintiendo cómo el cansancio y la rabia me recorrían el cuerpo. Recordé todas las veces que Carmen había criticado mi forma de cocinar, mi manera de vestir o incluso cómo hablaba con Pedro. «Una mujer debe saber cuidar a su marido», decía ella, como si yo fuera una intrusa en su vida perfecta de madre e hijo.

—¿Y yo? ¿No te importo yo? —le solté, incapaz de contener las lágrimas.

Pedro se acercó, pero no me abrazó. Su distancia era física y emocional. —Claro que me importas, Lucía. Pero mi madre está sola desde que papá murió. No puedo dejarla ahora, justo cuando más me necesita.

—¿Y yo cuándo te voy a necesitar para que estés a mi lado? —le pregunté, pero él ya había bajado la mirada.

Esa noche dormí sola por primera vez desde que nos casamos. El silencio del piso era ensordecedor. Pensé en llamar a mi hermana Marta, pero sabía que ella solo diría lo que yo no quería escuchar: «Te lo advertí». Siempre había sospechado que Pedro era demasiado débil para cortar el cordón umbilical.

Los días siguientes fueron una sucesión de mensajes fríos y llamadas cortas. Pedro seguía en casa de su madre, ayudándola con cualquier excusa: que si el grifo goteaba, que si necesitaba compañía para ir al médico, que si no sabía cómo poner la lavadora. Yo me sentía invisible, como si nuestra vida juntos hubiera sido un sueño del que solo yo quería despertar.

Una tarde, mientras paseaba por el Retiro intentando aclarar mis ideas, recibí un mensaje de Carmen: «Lucía, deberías entender que Pedro es mi único hijo y siempre estará primero para mí». Sentí una mezcla de rabia e impotencia. ¿Cómo podía competir con una madre posesiva y un marido incapaz de poner límites?

Esa noche decidí enfrentarme a Pedro. Fui a casa de su madre y llamé al timbre con el corazón desbocado. Carmen abrió la puerta con una sonrisa forzada.

—¿Vienes a buscar a tu marido? —preguntó con tono irónico.

—Vengo a hablar con él —respondí, intentando mantener la calma.

Pedro apareció en el pasillo, nervioso. —Lucía, no deberías haber venido…

—¿Por qué? ¿Porque aquí manda tu madre? —le espeté.

Carmen intervino: —Aquí mando yo porque esta es mi casa y Pedro es mi hijo.

—Pedro es mi marido —dije, mirándole directamente—. Y tiene que decidir dónde quiere estar.

El silencio se hizo eterno. Pedro miró a su madre y luego a mí. Sus labios temblaban, pero no salía ninguna palabra. Finalmente murmuró:

—No puedo dejarla sola…

Sentí cómo algo dentro de mí se rompía definitivamente. Salí corriendo escaleras abajo, sin mirar atrás. En la calle, la lluvia volvía a caer con fuerza. Me senté en un banco y lloré hasta quedarme sin fuerzas.

Las semanas siguientes fueron un infierno emocional. Mis padres me decían que tuviera paciencia, que las cosas cambiarían. Marta me animaba a pensar en mí misma y buscar mi felicidad lejos de Pedro. Pero yo seguía atrapada entre el amor y la decepción.

Una tarde recibí una carta de Pedro. Decía que me quería, pero que no podía abandonar a su madre. Que esperaba que pudiera entenderlo algún día. Rompí la carta en mil pedazos y sentí una extraña sensación de alivio.

Empecé a reconstruir mi vida poco a poco: volví a quedar con amigas, retomé mis clases de pintura y hasta me apunté a un grupo de senderismo por la Sierra de Guadarrama. Descubrí que podía ser feliz sin depender de nadie más.

A veces me encuentro con Pedro por el barrio. Siempre va acompañado de su madre, como si fueran una sola persona. Me saluda con timidez y yo le devuelvo una sonrisa triste pero sincera.

Ahora sé que el amor no basta cuando uno no sabe poner límites. Que una pareja debe ser un equipo, no una lucha constante contra fantasmas familiares.

Me pregunto: ¿Cuántas mujeres en España viven atrapadas entre el amor y la lealtad mal entendida? ¿Cuántas veces hemos sacrificado nuestra felicidad por miedo a estar solas? ¿Realmente merece la pena luchar por alguien que nunca será capaz de elegirte?