El eco de las promesas rotas: Cuando el amor virtual choca con la realidad
—¿De verdad vas a casarte con alguien que no has visto nunca? —La voz de mi madre, Mercedes, retumbaba en el salón, mezclándose con el aroma a café recién hecho y la humedad de la mañana madrileña.
No respondí. Miraba el móvil, esperando ese mensaje de Diego, el hombre que había transformado mis noches solitarias en promesas de futuro. Nos conocimos en un foro de literatura española. Él, desde Sevilla; yo, desde Madrid. Al principio, solo compartíamos poemas y críticas de novelas, pero pronto nuestras conversaciones se volvieron confidencias, risas y sueños compartidos. Cuando me propuso casarnos, sentí que la vida me daba una segunda oportunidad tras mi divorcio con Álvaro.
—Lucía, hija, piénsalo bien —insistió mi madre—. No quiero verte sufrir otra vez.
—Mamá, Diego es diferente. Me conoce mejor que nadie. Sabe lo que siento antes de que lo diga. No necesito verle para saber que le amo.
Mi hermana Carmen bufó desde la cocina:
—Eso decías de Álvaro y mira cómo acabasteis. ¿Y si es un farsante? ¿Y si ni siquiera existe?
Ignoré sus palabras, aunque me calaron hondo. ¿Y si tenían razón? Pero entonces sonó el móvil: “Te veo mañana en la estación de Atocha. No puedo esperar a abrazarte”.
Esa noche apenas dormí. Repasé cada mensaje, cada llamada, cada promesa. Imaginé su sonrisa, su voz susurrando mi nombre al oído. Me convencí de que todo saldría bien.
La mañana del encuentro, la estación bullía de gente. Llevaba un vestido azul cielo y un ramo de margaritas, tal como él había dicho que le gustaría verme. Miraba cada rostro con ansiedad, buscando esos ojos verdes que tantas veces había imaginado.
Pasaron los minutos. Luego una hora. El móvil seguía en silencio. Empecé a sudar frío. Llamé a Diego. Nada. Le escribí: “¿Dónde estás?”
De repente, un mensaje: “Lo siento, Lucía. No puedo hacerlo”.
Sentí cómo el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Las lágrimas brotaron sin control mientras la gente pasaba a mi lado, ajena a mi dolor. Me senté en un banco y llamé a Carmen entre sollozos.
—Te lo dije —fue lo primero que dijo—. Vuelve a casa, anda.
No podía moverme. Recordé todas las noches en vela hablando con Diego, los planes para vivir juntos en Sevilla, los nombres que habíamos elegido para nuestros hijos imaginarios. ¿Cómo podía haberme engañado así?
Volví a casa derrotada. Mi madre me abrazó en silencio; Carmen me miró con una mezcla de lástima y enfado.
—¿Por qué siempre buscas fuera lo que tienes aquí? —me preguntó Carmen—. ¿Por qué no te basta con nosotras?
No supe qué responderle. Quizá tenía razón. Quizá mi soledad era tan grande que me aferraba a cualquier promesa de amor, aunque fuera solo un reflejo en una pantalla.
Pasaron los días y Diego no volvió a escribir. Me sumergí en el trabajo y evité las redes sociales. Pero cada vez que veía una pareja cogida de la mano por la Gran Vía, sentía una punzada de envidia y rabia.
Un mes después recibí una carta manuscrita sin remitente. Era de Diego:
“Lucía,
No tengo excusa para lo que hice. Te mentí sobre muchas cosas: no soy quien decías conocer, ni siquiera vivo en Sevilla. Me asusté al ver hasta dónde habíamos llegado y no supe cómo parar. No mereces esto ni a alguien como yo. Ojalá encuentres a alguien real que te quiera como mereces.”
Rompí la carta entre lágrimas y rabia contenida.
Esa noche cenamos juntas las tres.
—¿Y ahora qué? —preguntó mi madre.
—Ahora… ahora aprendo a quererme yo —respondí, aunque no estaba segura de cómo hacerlo.
A veces me pregunto si el amor virtual es solo una trampa para los solitarios o si realmente puede nacer algo verdadero entre dos almas separadas por kilómetros y pantallas.
¿Vosotros qué pensáis? ¿Puede el amor sobrevivir fuera del mundo digital o solo nos engañamos creyendo en cuentos imposibles?