El silencio de los mensajes: La traición de Ricardo

—¿Por qué tienes que llegar siempre tan tarde, Ricardo? —pregunté, intentando que mi voz no temblara mientras él dejaba las llaves sobre la mesa del recibidor.

Ricardo ni siquiera me miró. Se quitó la chaqueta y murmuró algo sobre una reunión que se había alargado. Pero yo ya no escuchaba. Desde hacía semanas, una sombra se había instalado en nuestro piso de Chamberí, y cada vez era más difícil ignorarla.

Todo empezó una tarde cualquiera. Estaba buscando el cargador de mi móvil cuando vi el teléfono de Ricardo vibrando en la encimera. No suelo mirar sus cosas, pero la pantalla iluminada mostraba un mensaje: “Te echo de menos. ¿Nos vemos mañana?” El remitente era “Marina”. Sentí un frío recorriéndome el cuerpo. Treinta y cinco años juntos, dos hijos —Lucía y Álvaro—, toda una vida construida a base de sacrificios y rutinas compartidas… ¿y ahora esto?

No dije nada esa noche. Me repetí que podía ser una compañera del trabajo, una amiga, cualquier cosa menos lo que mi corazón temía. Pero al día siguiente, mientras Ricardo se duchaba, la curiosidad pudo más que la prudencia. Revisé los mensajes. Había decenas: bromas privadas, recuerdos de cenas recientes, palabras cariñosas. «Eres lo mejor que me ha pasado en años», leí en uno de ellos. Sentí náuseas.

Durante días fingí normalidad. Preparé su café como siempre, le pregunté por su jornada, incluso reímos viendo un capítulo de nuestra serie favorita. Pero cada vez que él sonreía mirando el móvil, sentía que me arrancaban un trozo de alma.

Una tarde, mientras recogía la ropa del tendedero, Lucía me llamó por videollamada desde Valencia. Su hija, mi nieta Sofía, correteaba por detrás. Lucía me miró con esos ojos grandes que heredó de mí:

—Mamá, ¿estás bien? Te noto rara últimamente.

Estuve a punto de contárselo todo, pero me mordí la lengua. No quería preocuparla ni manchar la imagen de su padre.

La tensión crecía en casa. Ricardo estaba cada vez más ausente. Empezó a salir los sábados por la mañana “a correr”, aunque volvía oliendo a colonia y con el pelo perfectamente peinado. Una noche, mientras cenábamos tortilla y ensalada, no pude más:

—¿Quién es Marina?

El silencio fue tan denso que casi podía cortarse con el cuchillo del pan. Ricardo dejó el tenedor y me miró por primera vez en semanas.

—Es solo una amiga del trabajo —dijo, bajando la mirada.

—¿Una amiga? ¿A la que le dices que es lo mejor que te ha pasado?

Ricardo suspiró. —No es lo que piensas.

—¿Entonces qué es? —Mi voz sonaba extraña, como si viniera de otra persona.

Él no respondió. Se levantó y se encerró en el baño. Esa noche dormimos espalda contra espalda, separados por un abismo invisible.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Me preguntaba en qué momento habíamos dejado de ser nosotros para convertirnos en dos desconocidos bajo el mismo techo. Recordé cuando nos conocimos en la universidad de Salamanca; cómo me hacía reír con sus chistes malos; cómo bailamos bajo la lluvia en nuestra luna de miel en Granada; cómo lloramos juntos cuando Lucía enfermó de niña y cómo celebramos cada uno de los logros de Álvaro.

Pero ahora todo eso parecía lejano, casi irreal.

Un domingo por la tarde, mientras Ricardo dormía la siesta, recibí un mensaje inesperado en mi propio móvil: “Hola, soy Marina. Necesito hablar contigo”. El corazón me dio un vuelco. Dudé durante minutos antes de responderle. Finalmente acepté encontrarme con ella en una cafetería cerca del Retiro.

Marina era más joven que yo, quizá unos cuarenta años. Tenía una mirada triste y nerviosa.

—No quiero hacerte daño —empezó—. Pero creo que mereces saber la verdad.

Me contó que llevaba meses viéndose con Ricardo. Que él le había dicho que nuestro matrimonio estaba roto desde hacía años y que solo seguíamos juntos por costumbre y por los hijos. Que ella también se sentía sola y vulnerable tras un divorcio reciente.

No lloré delante de ella. Le di las gracias por su sinceridad y salí a la calle sintiéndome vacía y vieja.

Esa noche enfrenté a Ricardo con todo lo que sabía. Discutimos durante horas: gritos, reproches, lágrimas. Él intentó justificarse: “Me sentía invisible”, “Tú también has cambiado”, “La rutina nos ha matado”.

Quizá tenía razón en parte. Quizá ambos habíamos dejado de mirarnos realmente hace años, atrapados en el día a día, en las obligaciones familiares y laborales, en el miedo a quedarnos solos.

Durante semanas convivimos como fantasmas. Lucía y Álvaro notaron algo raro pero no preguntaron directamente. Yo salía a caminar por el parque para no ahogarme entre esas cuatro paredes llenas de recuerdos felices y dolorosos a partes iguales.

Un día decidí hablar con Lucía. Lloramos juntas durante horas. Ella me abrazó fuerte:

—Mamá, hagas lo que hagas, aquí estamos para apoyarte.

Sentí alivio y culpa al mismo tiempo.

Finalmente le pedí a Ricardo que se fuera de casa durante un tiempo para pensar las cosas. Él aceptó sin discutir demasiado. Ahora duermo sola en nuestra cama grande; echo de menos su respiración tranquila a mi lado y odio echarlo de menos al mismo tiempo.

A veces pienso si podría perdonarle algún día o si este dolor será siempre una herida abierta. Otras veces me siento fuerte y capaz de empezar una nueva vida a mis sesenta años.

Me pregunto: ¿cuándo dejamos de cuidarnos? ¿Cuándo dejamos de hablar? ¿Merece la pena luchar por algo roto o es mejor aprender a soltar?

¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?