El Último Grito de Lucía: Cuando el Amor se Rompe por Dinero
—¿Dónde está el dinero, Alejandro? —grité, con la voz rota, mientras sostenía entre mis manos el extracto bancario que acababa de encontrar escondido en el cajón de su despacho.
Él no respondió. Se quedó allí, de pie, con la mirada clavada en el suelo, como si las baldosas pudieran tragárselo y así evitar mi furia. Era una noche de enero en Madrid, y el frío que se colaba por las ventanas abiertas no era nada comparado con el hielo que sentía en el pecho.
Nunca pensé que mi vida acabaría así. Yo, Lucía Fernández, profesora de instituto, madre de una niña de ocho años, casada desde hacía doce con el hombre que creía conocer mejor que a mí misma. Pero esa noche, entre papeles y silencios, supe que todo era mentira.
—No es lo que piensas… —balbuceó finalmente Alejandro, pero ya era tarde. Había descubierto no solo las transferencias sospechosas, sino también los mensajes en su móvil. Mensajes de otra mujer. Mensajes de promesas y citas en hoteles del centro.
Me senté en el sofá, temblando. Mi hija, Marta, dormía ajena a todo en su habitación. ¿Cómo iba a explicarle que su padre había traicionado nuestra confianza? ¿Cómo iba a protegerla del dolor que yo misma no sabía manejar?
Las semanas siguientes fueron un torbellino. Alejandro intentó convencerme de que todo era un malentendido. Que las deudas eran por un negocio fallido con su primo Sergio, que los mensajes eran solo una tontería sin importancia. Pero cada día encontraba una mentira nueva: facturas impagadas, préstamos rápidos a su nombre y al mío, joyas desaparecidas del joyero de mi abuela.
—Lucía, por favor, no vayas al banco —me suplicó una tarde, cuando le dije que hablaría con nuestro gestor.
—¿Qué más me ocultas? —le respondí con rabia—. ¿Acaso ya no queda nada nuestro?
La respuesta era evidente: no quedaba nada. Ni dinero ni confianza ni amor. Solo quedaba Marta y mi deber de protegerla.
El divorcio fue inevitable. Alejandro se negó a marcharse del piso familiar y tuvimos que convivir durante meses entre gritos ahogados y silencios eternos. Mis padres venían a casa cada tarde para ayudarme con Marta y evitar que presenciara nuestras discusiones. Mi madre me abrazaba fuerte en la cocina y me susurraba: “Hija, eres más fuerte de lo que crees”.
Pero yo no me sentía fuerte. Me sentía rota.
El proceso judicial fue un calvario. Alejandro contrató a un abogado agresivo que intentó demostrar que yo no podía mantener sola a nuestra hija. Alegó que mi sueldo de profesora no era suficiente y pidió la custodia compartida solo para evitar pagar la pensión alimenticia. Cada vez que entraba en la sala del juzgado de Plaza de Castilla sentía que me ahogaba.
Una mañana, mientras esperaba mi turno para declarar, vi a Alejandro hablando con su madre en el pasillo.
—No te preocupes, hijo —le decía ella—. Esa mujer siempre ha sido una exagerada. Seguro que el juez lo ve.
Me mordí los labios para no llorar. ¿Era yo una exagerada por querer proteger a mi hija? ¿Por exigir honestidad?
En casa, Marta empezó a preguntar por qué papá dormía en el sofá y por qué ya no íbamos juntos al parque los domingos.
—A veces los mayores se equivocan —le expliqué una noche, arropándola—. Pero tú no tienes la culpa de nada, mi vida.
Ella me miró con esos ojos grandes y oscuros tan parecidos a los míos y asintió en silencio.
Los meses pasaron entre abogados, reuniones con asistentes sociales y noches sin dormir. Perdí peso, dejé de salir con mis amigas y apenas podía concentrarme en las clases del instituto. Mis alumnos notaron mi tristeza; algunos incluso me dejaron notas anónimas en la mesa: “Profe, ánimo”.
Un día recibí una llamada del banco: iban a embargar la casa si no pagábamos las cuotas atrasadas. Llamé a Alejandro desesperada.
—¡Nos van a echar! —le grité al teléfono—. ¿Qué has hecho con todo?
Él colgó sin responder.
Fue entonces cuando decidí pedir ayuda. Fui al despacho de abogados de Carmen, una antigua compañera de universidad. Ella me escuchó durante horas y me ayudó a presentar una denuncia por alzamiento de bienes y ocultación patrimonial.
El juicio final fue largo y doloroso. Alejandro intentó manipularlo todo: presentó documentos falsos, mintió sobre sus ingresos y hasta intentó convencer a Marta para que dijera que prefería vivir con él porque “mamá siempre está triste”.
Pero la verdad salió a la luz. El juez dictaminó la custodia para mí y le obligó a pagar una pensión mínima. La casa quedó hipotecada pero logré renegociar la deuda gracias al apoyo de mis padres.
La primera noche después del juicio dormí abrazada a Marta como si fuera un escudo contra el mundo. Lloré en silencio hasta quedarme dormida.
Hoy han pasado dos años desde aquel invierno helado. Sigo pagando las consecuencias económicas de sus mentiras pero he recuperado algo más valioso: mi dignidad y la sonrisa de mi hija.
A veces me pregunto: ¿cómo es posible que alguien a quien amaste tanto pueda destruirte así? ¿De verdad merecemos pagar tan caro por confiar?
¿Vosotros qué haríais si descubrierais que todo vuestro mundo era una mentira? ¿Se puede volver a confiar después de algo así?