Entre dos mundos: El hijo de mi prometido
—No quiero que vengas a mi función de teatro —me espetó Lucía, con los ojos llenos de un brillo desafiante que me heló la sangre. Tenía solo ocho años, pero su voz sonaba como la de alguien mucho mayor. Me quedé parada en el pasillo, con el abrigo aún en la mano, sintiendo cómo el peso de sus palabras caía sobre mí como una losa.
No era la primera vez que me rechazaba. Desde que empecé a salir con Sergio, su padre, supe que la historia no iba a ser fácil. Pero nunca imaginé que el amor podría doler tanto. Yo, Marta, una mujer de treinta y dos años, independiente y acostumbrada a resolver mis propios problemas, me veía ahora temblando ante una niña que ni siquiera era mía.
Sergio intentaba mediar, pero siempre acababa en medio del fuego cruzado. —Lucía, cariño, Marta solo quiere apoyarte —decía él, con esa paciencia infinita que a veces me sacaba de quicio. Pero Lucía no cedía. Me miraba como si yo fuera una intrusa en su mundo perfecto, el mundo que compartía con su padre antes de que yo llegara.
La madre de Lucía, Beatriz, tampoco ayudaba. En los grupos de WhatsApp del colegio, me ignoraba deliberadamente. Las otras madres cuchicheaban cuando yo llegaba a recoger a Lucía algún día. “La nueva”, decían. “La que quiere ocupar un sitio que no le corresponde”.
En casa, las cosas tampoco eran sencillas. Mi madre, tradicional hasta la médula, no entendía por qué me complicaba la vida. —Marta, hija, ¿por qué no buscas a alguien sin cargas? —me repetía cada vez que podía. Mi padre asentía en silencio, mientras removía el café con aire ausente.
Pero yo amaba a Sergio. Lo amaba con esa intensidad que te hace desafiarlo todo. Y aunque a veces dudaba si era suficiente para él y para Lucía, seguía intentándolo. Cocinaba sus platos favoritos, le ayudaba con los deberes y hasta aprendí a hacer trenzas para peinarla antes del colegio. Pero nada parecía bastar.
Una tarde de domingo, mientras Sergio preparaba la cena y Lucía veía dibujos en el salón, me senté junto a ella en el sofá. —¿Puedo ver contigo? —pregunté con voz suave. Ella se encogió de hombros y no apartó la vista de la pantalla.
—¿Por qué no vuelves a tu casa? —susurró de repente, sin mirarme.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo podía competir con una madre perfecta y un pasado feliz? ¿Cómo podía pedirle a una niña que me aceptara cuando ni siquiera yo sabía si encajaba en ese puzzle?
Las discusiones con Sergio se hicieron más frecuentes. —No puedo seguir así —le dije una noche, entre lágrimas—. Siento que siempre seré la segunda opción.
Él me abrazó fuerte. —Marta, te prometo que esto mejorará. Solo necesita tiempo.
Pero el tiempo pasaba y las heridas seguían abiertas. Empecé a evitar los planes familiares. Me refugié en el trabajo y en las salidas con mis amigas. Pero cada vez que veía a Sergio y Lucía juntos, sentía una punzada de celos y tristeza.
Un día, Beatriz apareció en nuestra puerta. Venía a recoger a Lucía para pasar el fin de semana. Me miró de arriba abajo y sonrió con suficiencia.
—No te esfuerces tanto —me dijo en voz baja—. Lucía siempre será mía.
Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Me pregunté si alguna vez lograría formar parte de esa familia o si siempre sería una extraña.
Las cosas cambiaron el día del cumpleaños de Lucía. Sergio organizó una pequeña fiesta en casa e invitó a algunos amigos del colegio y a sus padres. Yo preparé una tarta casera y decoré el salón con globos y guirnaldas.
Cuando llegó el momento de soplar las velas, Lucía me miró por primera vez con algo parecido a la gratitud.
—Gracias por la tarta —susurró tímidamente.
Fue solo un instante, pero sentí que algo se abría entre nosotras. No era aceptación total, pero sí una tregua.
Esa noche, mientras recogíamos juntos los restos de la fiesta, Sergio me abrazó por detrás y apoyó su cabeza en mi hombro.
—Gracias por no rendirte —me dijo al oído.
No sé si algún día Lucía me querrá como a una madre o si Beatriz dejará de verme como una amenaza. Pero he aprendido que el amor no siempre es fácil ni inmediato; a veces es una batalla diaria contra tus propios miedos e inseguridades.
¿Alguna vez habéis sentido que lucháis por un lugar en una familia que no es la vuestra? ¿Vale la pena seguir intentándolo cuando todo parece estar en tu contra?